El corazón de las tinieblas

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Ella se mira los pies y no dice nada. ¿Habéis leído El Corazón de las Tinieblas? En ese libro hay una escena: resulta que el malapolla de Willard oye algo en la espesura mientras va río arriba y entonces deciden detener la barcaza y empiezan a disparar contra la jungla. Disparan y disparan y fuego y pólvora y ruido hasta que W comprende que todo es absurdo porque la selva es inmensa y oscura y se traga las balas. No se puede derrotar a la jungla porque todo cuanto contiene está concebido para matarte, despacio, de manera fulminante, según. Garras, comillos, venenos.

Se mira los pies y no dice nada. Caminamos juntos, sin tocarnos. Esconde en su suavidad cien tipos distintos de muertes, dulces y amargas, y no se puede luchar contra eso.

Pregunta generalidades, ¿qué cosas te gustan? Porque así es el juego. Y yo le digo que me gusta la primavera, los días con sol y dormir. Y ella me cuenta que en aquella esquina vomitó la única vez que se emborrachó, sonrisa, la noche que salió para celebrar que había terminado la carrera y le amaneció en la cama de otro, pero que sonrisa. ¿Por qué le aprietas involuntariamente la mano con un espasmo nervioso? No pasa nada, no pasa nada. Cambiemos de conversación. Volvamos a las cosas intrascendentes.

¿Crees en dios? Oh, sí, por supuesto. ¿Acaso el hombre? ¿Pero no te parece un poco absurda la vida? Oh, para nada. ¿Acaso el hombre? ¿Pero el dolor, la sangre, los niños muertos? Mira, me dice muy seria, hay cosas que nunca vamos a entender. Pero somos así, soberbios. negamos lo que no comprendemos. Sin faltar, tú tienes un cerebro de litro y medio: ¿crees que te cabe el mundo y el misterio final en brick y medio de sesos? ¿Entonces? Mira, dice, vemos una esquinita del cuadro, así que no hay manera de saber qué mierda han pintado, si es que han pintado algo. Un paisaje, un bogedón, o solo un anciano de barba blanca despollándose de todos nosotros. No somos nada, en resumen. Quiero vivir y reírme todo lo que pueda, porque sospecho que nuestra agonía es inútil.

Un ciclón cuando se arrancaba a hablar. Y yo subía los dedos por su espalda desnuda. Llevo cuarenta horas danzando, y apenas he dormido una mierda, le digo. Supongo que ayer por la noche estabas demasiado borracho. Y tú nunca bebes. Claro que bebo, pero procuro no pasar de la línea. Eso no encaja con tu concepción de la vida. ¿Lo dices porque hace un rato te dije que la moralidad me la pela? Lo digo porque pareces una chica inteligente. Hablas como si dieras por sentado que tú eres inteligente.

Pregunto y contesta que sí, que hay más vino en la cocina.

Y antes de que se me olvide: había libros en aquella habitación, y un perchero que parecía un espantapájaros del que colgaban sombreros, collares, bolsos y trencas. Sombras curiosas en la penumbra de la luz a medias. Se echaba por encima una sabana al levantarse de la cama, se la anudaba en los hombros, como si le diera vergüenza su desnudez. Yo la seguía en calzoncillos, procurando pisar donde ella había puesto los pies, caminando detrás de sus piernas con una copa en la mano.

Dime, ¿qué príncipe, que rey lo tuvo? ¿Qué reino vale lo que vale una chica desnuda, esas primeras horas de besos recién descorchados? Es una felicidad fugaz, por supuesto, y uno lo sabe. Pero todo parece más nuevo, más brillante y más caro. La certeza del final pone poesía en las caricias. Y la inconsciencia le otorga al tiempo una textura pegajosa y dulce, como el azúcar que se queda pegado en el fondo de la taza de café.

Esos instantes de aire y de brisa cuando no existen relojes ni puertas. La facilidad para el deseo. Me gusta tu pelo. Me gusta cuando me miras con los ojos tan fijos que parece que quisieras doblarme. Tu espalda calienta mis labios. Y me gusta tu voz cuando te despiertas, como rota de tanto fumar. Y la pequeña cajita de penas que guardas en algún lugar tuyo que yo no sé, que abres de noche cuando crees que estoy dormido. Aunque tenga los ojos cerrados escucho tu respiración desigual y sé que estás pensando en cosas tristes que no me enseñas. Yo también tengo mi pequeña cajita de penas. Voy sacándolas una a una, con calma, las despliego sobre la cama, a tu lado, mientras fumas con el cenicero apoyado en la barriga. Me miras, ¿tienes hambre?, podemos salir a cenar, sí, pero se está tan bien aquí dentro. Ven, vamos a la calle, busquemos algún sitio donde tengan cerveza y la luz adecuada para mirarte en silencio.

Suave y peligrosa, ¿está rico?, mucho, ¿y a qué te dedicas?, pues mira, palabras, se trata solo de llenar el espacio, más palabras, pero hay que echarle un poco de cuento para poner un poco de luz en los días que se van por el sumidero. Y una vez me dijo: enamorarse consiste en fumar todo el rato. Y también: no te pierdas. Y si te pierdes, avísame. No intentes encontrar el camino tú solo, porque yo no estaré cuando llegues.

A oscuras en la cama, cierras los ojos sabiendo que ella no duerme. Y otra vez eres un viejo agente comercial cascado y resacoso, disparando ráfagas de fuego contra la oscura jungla africana, donde late un corazón peligroso y antiguo.

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4 respuestas a El corazón de las tinieblas

  1. Prodigioso. Ya sólo el ritmo. Leerlo y más leerlo. Gracias. Es lo que queda decir. Para que más. Punto.

  2. Nos gustan las chicas desnudas, los hombres en calzoncillos que pisan lo pisado y los tambores que suenan en su relato. Buen ritmo el suyo, Señor Diario.
    Un Abrazo y muchas letras.

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