5. Profetas y endemoniados

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Reparad, hermanos, en los escenarios en los que se representan los acontecimientos: un apartamento, una clinica para pochos, una tartana milica… La vida entonces era monótona y discurría por muy pocos lugares. La distancia entre mi edificio y la parada de Gundemaro se recorría en diez minutos pero a mí me gustaba demorarme. Los milicos de los controles te miraban con ojos de sueño y te metían prisa fusil en ristre. ¡Oh, ciudad de espectros! Con el tiempo aprendí a distinguir – todos lo aprendimos, en realidad – a los policías de paisano de los transeúntes. La ciudad quedó dividida en veinte distritos y si te agarraban fuera de tu distrito sin los papeles en regla lo mismo te llevaban al cuartel que te daban dos hostias que te pegaban tres tiros. 

A la tarde los controles de seguridad se volvían más rigurosos. Preguntas, amenazas. El país tenía los nervios de punta. El nuevo ministro de Defensa, un reservista moderado, compareció en el Congreso para tranquilizar a la población. Aseguró que cualquier militar que ejerciera una violencia desproporcionada contra la población sería juzgado en los tribunales civiles. Los generales se revolvían en los cuarteles. Los grupos de WhatsApp corrían la voz: en breve se anunciaría el estado de sitio, serían derogadas las libertades individuales. El fin del mundo, hermanos. Los retortijones de la civilización encarando sus últimos días. Hubo motines en siete centros penitenciarios. Murieron catorce reclusos y dos funcionarios. La población desesperaba. 

Surgieron voces críticas: comités científicos que pedían el fin del confinamiento y apostaban por permitir los contagios para alcanzar la inmunidad de grupo, activistas de izquierdas que protestaban contra las funciones opacas del ejército, asociaciones de comerciantes que desesperaban por la reapertura de sus establecimientos, economistas que pronosticaban un colapso sin precedentes si no se implementarán medidas para reactivar el consumo, expertos en derecho que cuestionaban la constitucionalidad del toque de queda, etcétera. 

Yo realizaba dos compras, una para mí y otra para Ramón, una vez por semana. Bienes de primera necesidad: bebida, cigarrillos, verduras de temporada, carne, legumbres, etcétera. En aquellos aprovisionamientos topaba uno siempre algún conocido, como Genaro, el minorista de sustancias psicotrópicas, que se dolía de la paupérrima situación que atravesaba su negocio:

– Imagínate, toda la ciudad llena de nacionales y sargentos chusqueros. ¡Una pesadilla! 

– ¿Traes algo encima? 

– Pena traigo, qué otra cosa he de traer… 

Colas larguísimas y todo el mundo parecía triste y envejecido. Se guardaba la distancia de seguridad y apenas sí se chistaba y los hombros caídos y el parpadeo al unísono y los pies arrastrándose por el suelo y a pesar de todo se producían pequeños disturbios si una mercancía se agotaba o alguien trataba de saltar su turno. Entonces los soldados se llevaban el fusil a la cadera, chascaban la lengua, serios, y eso era todo: así se recuperaba la normalidad…

– Si al menos hubiera algún drogadicto en mi edificio, pero siempre he sido un desgraciado… – se lamentaba Genaro. 

Días viscosos. Días en harapos. 

Salvo excepciones, profetas y endemoniados y hombres que permanecen a oscuras en habitaciones silenciosas y jamás salen a la calle, la mayoría de nosotros confía a ciegas en su capacidad para distinguir sueño y vigilia. Yo había empezado a ver fronteras difusas: ya no estaba tan seguro de la realidad. Ése es un vicio malo. Pero cuando una ve estrellas con freno y marcha atrás el hipotálamo se hace equilibrista… 

Así las cosas, empecé a discurrir. ¿Tenían sentido los acontecimientos? 

¿Nunca habéis tenido la sensación, hermanos, de que habitáis el sueño de un extraño? 

Entendedlo: todo era confusión entonces…

Cuando Don Armas disponía concederme un día libre pasaba la mañana en el balcón, hipnotizado por la ciudad viuda. Una mañana hubo una voz ronca que rompió el silencio que nos señalaba:

– ¿Adónde os habéis dejado a la cabra, fornicadores de ganado? ¡Os habla un hombre libre! 

Un sobresalto, frío en la nuca. Una vez más la sensación de habitar un espejismo, una alucinación colectiva. En cierta ocasión había leído en lo profundo de la red a una chica de Guayaquil que había desarrollado una curiosa teoría partiendo de la premisa de que Nueva York no existe. Nunca ha existido, razonaba, puesto que yo nunca he estado allí. Nueva York, como el resto de espacios ignotos del planeta, forma parte del contexto de mi sueño. En él las ciudades son niebla, y las gentes que las habitan son humo. Solo cuanto percibo es real, continuaba, y deja de existir en el momento en que dejo de percibirlo. Mi hijo se hunde en el Sheol cada mañana cuando marcho a trabajar y del Sheol emerge a la tarde, cuando vuelvo a casa y lo encuentro con una herida nueva quién sabe si producida por los demonios del limbo. Todo debe ser cuestionado, concluía la atrevida filósofa – yo la imaginaba bella, con un lunar granate a estribor de los labios carnosos – porque la duda es el único instrumento de la cordura. Había fisuras en sus argumentos, pero en la valentía de su exposición un joven confuso encontraba un latido de verdad que no vacilaba, un pulso fuerte y un asidero para los tiempos oscuros.

– Yo de él no asomaría mucho la cabeza. 

Aquello bastó para romper el embrujo. 

– Coño, Ramón. 

– A nosotros, en París, nos recibieron con flores. 

– No creo que a estos les hagan mucha gracia los claveles. Ni las margaritas, ya puestos. 

– Mala cosa cuando un Gobierno se revuelve contra la gente. . 

– En el fondo son como niños. Si no hay una catástrofe que les permita sentarse al menos una vez en un Gabinete de Crisis se sienten defraudados, creen que la legislatura ha salido floja…

– Ah, pero yo he sido soldado y sé cómo resuleven los problemas los militares. Solo conocen una manera… 

Noches largas, extenuantes de insomnio. Un garbeo por las webs de mis periódicos de confianza. Los Estados Unidos se asfixiaban. El plan euroasiático pitaba. Xinpin y Putin tenían al presidente Pence agarrado por las amígdalas. Un enlace me llevó a una revista digital de la California contracultural y satánica en la que un epidemiólogo devoto de la magia negra pronosticaba que el virus recién enseñaba la punta de los zapatos. Según el venerable científico era cuestión de tiempo que una mutación volviera al bicho más virulento: entonces sí que iban a rechinar los dientes. A carretadas habrá que cargar a los muertos, como en los siglos de la peste, escribía el tipo, que proporcionaba argumentos sólidos para su profecía. Extrapolando datos de la gripe de 1918 concluía que al menos una tercera parte de la población mundial sería arrebatada en la batalla entre luz y tinieblas que se avecinaba.

En un foro de colgados de la conspiración entré en relaciones con un ex agente de inteligencia ruso que decía haber sido contactado por los extraterrestres. AndreiKGB podía ser una adolescente que escuchaba doom metal en una cabaña de un bosque de la península de Kamchatka o un jubilado portugués del Algarve, pero su material era bueno. Los marcianos habían trincado a Andrei a la que volvía de la tasca y lo habían subido a una nave espacial donde le habían inoculado una versión beta del bicho. Le dijeron que no debía preocuparse, que nada le sucedería más allá de una fiebre ligera y unos estornudos. Los marcianos le explicaron que estaban preparando el terreno para la venida: el virus era en realidad una vacuna que otorgaría a la humanidad protección inmunológica contra los patógenos que portaban de serie los visitantes. Es necesario que un pequeño porcentaje de la población muera para salvar a la mayoría, se justificaron los alienígenas. Andrei dijo a todo que sí, se dejó hacer y a la que se vio libre se dedicó a compartir el secreto con los hermanos. 

Improbable, razoné. Pero que me cuelguen de los huevos si esos rusos no saben inventar una buena historia.

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4. A un paso del crimen

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Un hombre enamorado siempre está a un paso del crimen, escribió Sergei Dovlatov. Mi trabajo se resentía como consecuencia de los extravíos de mi hipotálamo. Simón, el maestro de ensaladas, acusaba mis negligencias con su mirada miope. ¿Por qué había cortado el tomate con tanto descuido? Chasqueaba la lengua. ¿Había olvidado acaso la regla sagrada que estipula que siempre se deben decorar los platos? Simón era un hombre metódico. Con briznas de zanahoria, brotes de alfalfa y flores de calabaza convertía ensaladas vulgares en objetos dignos de figurar en el catálogo de un museo. Era un hombre grande y tranquilo, que había sido marinero y conservaba de aquella otra vida la piel curtida y una cicatriz que le cruzaba el lado derecho de la cara desde el párpado al mentón. 

– ¿Qué te ocurre, muchacho? 

– Hay una chavala…

– ¿La has preñado? 

– No creo. 

– Entonces es fácil. Tú  preocúpate de los tomates y corta todas las rodajas igual de gordas.

Dudaba de la consistencia de mis sentimientos. Mi corazón me parecía una mousse a la que le falta gelatina: se desparramaba en lugar de esponjarse. 

La cocina tenía una música sombría. Las mascarillas nos velaban las facciones pero los ojos rojos e hinchados nos delataban. Los potajes no burbujeaban con la alegría habitual y en lugar del familiar chapoteo sincopado emitían un gemido lastimero. Los caracteres se espesaban como salsa con exceso de maizena. Habíamos olvidado las bromas habituales a las que recurríamos para endulzar los turnos interminables. Nadie dejaba caer unas gotas de tabasco en el café que algún incauto había descuidado en su puesto para ir recoger género a la cámara frigorífica. Nadie ataba un delantal olvidado a la pata de una mesa – el dueño, al regresar, inadvertido, recogía de un tirón el utensilio que, por lo general, crujía y se hacía trapos entre la algarabía general – y nadie dibujaba pollas en los gorros de papel que los fumadores abandonábamos en cualquier sitio ante la llamada súbita del vicio. 

Latte Cotta apareció una mañana envuelto de pescuezo a tobillos en bolsas de basura negrísimas. 

– Vosotros deberíais hacer lo mismo, si supieseis lo que os conviene. Lo que pasa es que no sabéis lo que os conviene. 

Un cuadro. 

Don Armas le advirtió de que no podía trabajar travestido en fantoche. ¿Dónde estaba su traje de reglamento? Había agresividad en el ambiente, y mala hostia. 

Don Armas suspiraba y Latte Cotta se negaba a renunciar a sus medidas de profilaxis. Entiéndelo, suplicaba el Amado Líder, no puedo dejarte trabajar así… Era de ver como el uno perseguía al otro y el otro evitaba al uno por todo el espacio de la cocina. Si la dirección no toma medidas tendré que hacerlo yo, respondía Latte Cotta, que se alejaba sin perder nunca los dos metros de distancia reglamentarios. Danzaban como dos boxeadores miedosos mientras las amenazas iban cogiendo vuelo. 

– ¡Te mato!

– Como si eso importara a estas alturas… ¡Todos vamos a morir, pazguato! 

– Javier, te lo pido por el niño Jesús, serénate. 

Don Armas se echaba las manos a la cabeza. Empezaba a perder pelo alrededor de las sienes. Caí en la cuenta de que había envejecido rápido en los últimos meses. Unos años atrás, cuando me contrató para fregar la cacharrería, era un hombre que se disponía a entrar sin miedo en la madurez de los cuarenta años que nadie le hubiera atribuido entonces. Le sobraba desparpajo para dirigir a la tropa con usos de general ambidiestro. Venía en bicicleta todos los días, incluso en invierno, incluso en la lluvia. Recuerdo el día en que me convocó a su despacho y me reveló que uno de los pinches había huido a la capital con un travesti colombiano. ¿Te interesa el puesto? Así fue como me hice cocinero. La casualidad, el amor de aquel muchacho – ¿cómo se llamaba? ¿Lorenzo? – por las chavalas con pito, tan difícil de sobrellevar en provincias… 

Aquel Don Armas jovenzuelo y chulón sonrió con desdén cuando expresé mis dudas y me mandó a foguearme a la sección de ensaladas y poco después me selló la licencia de pastelero y un día me invitó a una cerveza y me dijo que todo iba a las mil maravillas y que dejar el restaurante había sido la mejor decisión de su vida. 

– Hay algo que no sé explicar en dar de comer a estos pobres semejantes que tan putas las están pasando, Rodrigo, no lo olvides nunca – me dijo. 

Tal vez por eso fijaba con celo en la pared junto a la puerta de su despacho todas las notas de agradecimiento que los pacientes enviaban a la cocina y de esta manera nos invitaba a henchir de orgullo los pechos. 

Mucho tuvo que leer y releer aquellas notas la mañana de la primera rebelión de Latte Cotta para encontrar la paciencia con la que contener la algarabía de su empleado. Llegaron a un acuerdo: Latte C. trabajaría en adelante con las medidas de protección que estimara oportunas, pero vestiría sus harapos únicamente dentro de la cocina y dejaría de alborotar el avispero.

A la caída del sol ya no se veían policías en la calle: las ciudades pasaron a control militar. La noche se convirtió en un espacio peligroso. 

Gundemaro bajaba más y más el tono de voz. 

– La cosa está caliente y se va a poner peor. Mi gente está histérica. 

Hablábamos de los incidentes que siguieron a la declaración del toque de queda, cuando el ejército disparaba primero y preguntaba después. En cifras oficiales fueron veinticuatro, todos hombres, la mayoría jóvenes, y siempre en grandes ciudades y aquello costó el puesto a dos ministros y una moción de censura que no prosperó por seis únicos votos. 

A uno de aquellos desgraciados lo apiolaron en una esquina mientras transaccionaba merca con un camello que escapó herido en un brazo pero supo escabullirse por un callejón. El asunto llegó a la prensa porque el muerto resultó un cantante de éxito en el sub-sector de la música facilona para chavales. La prensa integrada publicó reportajes reconstruyendo la última noche del mártir y a los pobres diablos que lo aliñaron a poco estuvieron de formales Consejo de Guerra. 

Días de maremoto. Días en llamas. 

Días que se redimían cuando la encontraba por los pasillos, encantadora en sus zuecos que resonaban como una estampida. Me pareció que le sentaba bien el Apocalipsis, que le había afilado aún más los pómulos bajo la mascarilla. Un día, aprovechando que ocupaba el espacio junto al cenicero me fumé el cigarro a toda hostia, aun a riesgo de desgraciarme los bronquios, solo para poder acercarme a ella – apagué con tanta fuerza la colilla que me quemé los dedos – y comprobar que olía como el azúcar cuando coge el punto del caramelo. Por cierto que se me quedó mirando con cara de mala hostia. 

A los soñadores, de todas formas, semejantes minucias no nos tiran por tierra el palacio. La realidad y sus cuchillos no pueden nada contra nosotros. Nacimos perdidos y en la contradicción encontramos nuestro elemento. Un día moriremos, y a las puertas de la muerte, en el descansillo del último recodo de la escalera, echaremos la vista atrás y recitaremos: cerrar podrá mis ojos la postrera sombra que me llevare el blanco día… 

Yo era joven entonces, e impulsivo, porque solo a base de tormentas me sabía latir el corazón, y había tomado una decisión. Me propuse actuar con bisturí y delicadeza. 

Tracé planes y como a la noche no fui capaz de dormir abrí una cerveza y salí al balcón a mirar las estrellas. Oh, ciudad que descansas, amante saciada. Si hubierais conocido, hermanos, el bullicio de los días de vino y rosas, los cláxones, las charlas en las terrazas de los bares y los camareros que van y vienen y maldicen y los ladridos de los perros y las risas de los maleantes, si hubierais nacido entonces, cuando la naturaleza todavía no había revelado su secreto terrible y hubierais conocido la ciudad en su estado de marabunta tal vez podríais entender la confusión y el desamparo que nos provocaban las calles escoltadas, mustias. 

Cerré los ojos para convocar al sueño, pero el sueño no vino. La pequeña ciudad a mis pies estaba llena de personas que tampoco podían dormir. Los más desgraciados sufrían fiebre, anosmia y pesadillas. En alguno de aquellos edificios un viejo decrépito al que le habían negado una cama en el hospital exhalaba sus últimos alientos con la saturación de oxígeno en sangre por debajo del ochenta por ciento. 

Abrí los ojos a tiempo de ver una estrella fugaz que cruzaba el cielo hacia el este, entre Arturo y Denébola, un lucifer caído del trono, blanco, hermosísimo, que se detuvo y quedó inmóvil, suspendida de su belleza, durante el tiempo que dura la respiración de un hombre cansado y acto seguido cambió de dirección y remontó su caída hacia el este, entre Altair y Daneb, para perderse por el abismo del horizonte. 

Como lo vi lo cuento, hermanos. Pensé: de puta madre, también el cielo se ha vuelto tarumba. 

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3. Acordeones rotos

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Soy un hombre sencillo, hermanos. Me gusta Iggy Pop y el café poco hecho. Puro producto de mi generación extraviada. Vivía entonces en un apartamento de soltero pobre, de pasillo estrecho y cocina exigua, baño ciego y un dormitorio, todo ello amueblado con pésimo gusto por el casero, un policía retirado del que yo conocía rumores: trapicheos con contrabandistas, etcétera. El balcón daba al oeste y recibía los sólidos  atardeceres, casi siempre limpios, que se dan en las latitudes del sur. Al otro lado de la calle se elevaban edificios de viviendas de siete suelos que impedían la vista del río. Solíamos pasear por allí en otros tiempos, cuando éramos más jóvenes, mucho más jóvenes. Nos sentábamos en la terraza del café de Kostas, que era un griego que siempre contaba una historia diferente cuando le preguntabas cómo había acabado en una ciudad como la nuestra, tan pequeña y tan lejos del gran mundo. Robé un banco, decía Kostas. Fue una mujer. Maté a un turco. Recibí una herencia. La guerra… 

– No ha habido ninguna guerra en Grecia en los últimos tiempos, Kostas. 

– ¿No has oído hablar de la Guerra del Peloponeso, compañero? Ahí estuve yo, en las trincheras… 

La cerveza fría. Veíamos nadar a los patos. Creíamos en un futuro esplendoroso. Nos compadecíamos de aquellos hombres y mujeres grises que remontaban la calle extraviados en vidas que carecían de amor y misterio. Nos cogíamos de la mano, aquellas novias estrafalarias y yo. Por algún motivo las evocaba en aquellas noches cálidas y vaporosas en que todo lo que habíamos conocido ebullía y cuajaba en nubes amenazantes. Reminiscencia.  Ya no la quería, cierto, pero una vez la quise. Tanto como para desafiar al tiempo y al espacio, los dos grandes atormentadores de los amantes. Tenía cejas lindísimas y una sonrisa de primavera crecida, esa primavera que baja exuberante de las montañas y se nutre con el cadáver reciente del invierno. Trabajaba en una biblioteca de barrio y trataba a los libros con ternura, los acariciaba antes de devolverlos a los estantes y los despedía con palabras de consuelo. Ánimo, Adiós a las armas. Cuídate, Cien años de soledad. Alguien volverá pronto a recogerte, Bartleby el escribiente. Lo que algunos habrían llamado demencia a mí me pareció una forma poética de expresar una manera valiente de estar en el mundo. 

Aprendí sus turnos y desde el pasillo de Historia, el más cercano al mostrador que ocupaba, la adoré en silencio. Veneré sus manos pequeñas y ayudado por el deseo desanudé la trenza con la que se ceñía el pelo e hice inventario de sus lunares y espacios secretos. Entregué y restituí libros sin decir palabra hasta una tarde en que le ofrecí un folleto de una exposición de pintura en una galería de la Diputación Provincial a unas manzanas de distancia. 

– Es amigo mío, el artista – mentí – El pobre tiene miedo de que nadie acuda a la inauguración y me ha pedido que le busque figurantes. ¿Te interesa? 

Miró el folleto sin prestarle demasiada atención, lo dejó sobre el escritorio y regresó a su tarea de clasificar libros devueltos. Y yo ya me iba, derrotado y pensando curiosa muchacha cuando levantó la cabeza y dijo:

– Salgo a las siete. Iré. 

Así empezó. Terminó peor, muchísimo peor… Vida, ¿qué nos haces? El tiempo nos desgasta y desguaza como a relojes olvidados a la intemperie. Fue divertido cuando el artista tomó el micrófono para explicar sus obras y agradecer a la concurrencia y resultó ser una chorba. Abrió mucho los ojos, pero sonreía. Tu amigo, dijo….

La recuerdo tendida sobre la cama. Respirábamos deprisa, exhaustos, y yo deslizaba un dedo a lo largo de su espalda húmeda. 

– ¿Me quieres? – preguntaba. 

– Mucho. 

– No me querrás siempre. 

– ¡Claro que te querré siempre! 

Con el tiempo todo se desmorona. El amor ya no bate las alas y cae al suelo y allí lo pisotean los hombres grises. Uno se vuelve esquivo y taciturno. Uno daña. Uno se convierte en un hombre gris y pisotea con furia el amor caído…

– Un día ya no seré bonita, y dejarás de quererme. O encontrarás a otra más bonita, y también dejaras de quererme. 

– Te querré siempre. No llores…

Somos acordeones rotos: nos creemos hechos para la música de las esferas y cuando por fin nos decidimos a cantar sonamos como regüeldos de cirrótico

Mi vecino Ramón, que era lo que yo considero un optimista, me dijo una vez que el punto culminante de una relación es el primer beso. A partir de ahí, sostenía, todo va para abajo… 

Y algo debía de saber del tema porque tenía más años que el Santo Prepucio. Era veterano de la División Leclerc, un anciano que había combatido a los nazis en el norte de África y había entrado en París solo para ver cómo los yanquis organizaban la victoria y se llevaban los laureles y las palmaditas en la espalda mientras Bigotito De Gaulle – así lo llamaba Ramón, que añadía: un tío altísimo, francés como una baguette – se dejaba mangonear, manso como un ateo moribundo. 

Fumaba farias, sentado en una hamaca de playa, en el balcón a la tarde, y no se fiaba de los americanos, a quienes creía responsables de todo el asunto. Exponía sus opiniones oculto entre volutas de humo grisísimo:

– Protestantes, evangelistas, cuáqueros, mormones, calvinistas y anabaptistas. En pocas palabras: solo les interesa la pasta. Son gente capaz de cualquier cosa. 

Era un hombre refractario a la duda: se había encerrado en casa el día  en que se enteró por un conocido de que los comercios chinos de Madrid habían echado el cierre. 

– Estoy en la zona de riesgo, muchacho. Diabetes, tensión descontrolada y una arteria de las gordas tan obstruida que ya apenas me entra una lágrima de sangre en el corazón. Por no hablar de la alergia… 

Nos conocíamos de charlar a la fresca. Tenía una voz grave que utilizaba con parsimonia. Se demoraba tanto en las respuestas – silencios espesos, respiración de reptil – que uno no podía dejar de pensar que se había quedado dormido o había sufrido una embolia. Su esposa había muerto en el cincuenta y cuatro de un mal fulminante. No había tenido tiempo de engendrar descendencia y había renunciado a emparejarse de nuevo. En consecuencia vivía arropado por una soledad de recuerdos agridulces. Como todos los viejos adoraba el chismorreo.

– Tu chavala, ¿qué tal está? 

– En su casa, como tú y como yo y como todo el mundo. Hace tiempo que no la veo. 

– Deberías casarte. ¿Cuántos años tienes? 

– Veintisiete. 

– ¿Y a qué esperas? 

– Qué sé yo. No termino de encontrarme cómodo en la relación. El sexo, por ejemplo. Al principio todo es jauja pero después… Y no es culpa suya. Trabajo demasiado, duermo poco. A última hora andaba inventándome cuentos cada vez que se me subía encima… 

Mirábamos al frente, a la calle cataléptica. A través del cristal esmerilado que separaba los dos balcones podía ver su imagen borrosa. Me pareció que se rascaba detrás de las orejas. Quería encontrar algo amable en el repertorio de consejos de anciano. Buscó durante un par de minutos – era el suyo un silencio noble y tranquilo, que se agradecía – y finalmente dijo:

– La pasión viene y va, no hay que darle más importancia. 

– No creo que tenga remedio. 

– Es una pena, porque era bonita. 

– Ah, pero es que me gusta otra… 

Es a los extraños a quienes confesamos siempre los disturbios del corazón, en la confianza de que su juicio no pesa. Todo esto, en fin, hermanos, lo cuento a regañadientes y solo porque es inexcusable, como se verá más adelante. 

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2. Ahora que el mundo ya no es nunca más como fue

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El sol se hundía detrás de los edificios y de las cenizas de su luz se alzaba Venus, sobre las azoteas y las antenas y la ciudad que desesperaba. Yo agradecía el don de de desperdiciar las horas sin cargos en la conciencia. En los tiempos de la antigua normalidad siempre quedaba un rastro de culpa en aquellas tardes de sol que uno malgastaba mirando la televisión. Con el microbio pudrepulmones rondado las calles yo me dedicaba a beber cerveza en el balcón, a la manera de un obrero jubilado en un barrio lumpen, y la razón me asistía. ¿Qué otra cosa podía hacer cuando terminaba mi turno en la clínica? Evocaba su voz ronca. Me dañaba la sospecha de que en nuestro único encuentro me había conducido de manera torpe. Por los suelos mi condición de joven de mundo. Y todo el teatro que yo podía oponer a su belleza echado a perder.

Me hubiera gustado, en fin, tener un piano y talento para cantar canciones de Sinatra, Jacques Brel, Leonard Cohen, y con un cigarrillo consumiéndoseme en los dedos y un sombrero borsalino que tampoco poseía construir una escenografía adecuada a mis ensueños…

Leía lo que los medios de comunicación serios tenían que decir acerca de la pandemia. En el Vostok Tomorrow encontré pruebas irrefutables de que el paciente cero había sido un marine puertorriqueño hasta arriba de gérmenes enviado por el Pentágono a China. El pobre diablo la había diñado como un perro en una habitación de hotel en Wuhan, engañado y abandonado por sus barandas. La viuda rabiosa se lo había largado todo a los rusos, que no tenían remilgos a la hora de publicar la verdad vetada a los vendidos del sistema. 

¿Tenía sentido? Tenía todo el sentido del mundo. 

El primero de abril el Congreso de los Diputados, con una mayoría exigua pero suficiente, aprobó el estado de excepción. En adelante, fuimos transportados a la clínica en vehículos militares. 

A mí y a otros siete anormales – dentistas, reponedores de supermercado y similares – nos dio la suerte por conductor a un cabo de artillería llamado López y conocido, así nos lo hizo saber, campechano, el primer día que nos hizo de chófer, en los círculos cuartelarios, como Gundemaro.

– ¿Y por qué te llaman así? – preguntó uno que era farmacéutico, con intención de construir un gag. 

– Seguramente porque es mi nombre – respondió Gundemaro. 

No tardamos en hacernos amigos. Gundemaro y yo nos informábamos en las mismas fuentes alternativas. 

– Tengo un contacto en el ministerio que maneja datos sensibles que confirman que el bicho fue creado por la NASA en el Área 51  – decía. 

– La puta hostia. Todo encaja. 

– Entre tú y yo –  susurraba el cabo, la voz de repente una octava más grave – Esa cosa no es de este planeta… 

Oh, hermanos, y cuánta confusión y zozobra. En adelante perdí ocasión de verla en el autobús, camino de la clínica mascando chicle, como solía, su belleza tan limpia a la mañana, la raya negrísima en los ojos, se revolvía en el asiento y bostezaba. Aquellos minutos que yo atesoraba me fueron arrebatados por un edicto. ¡Qué cosa fea y triste el Boletín Oficial del Estado! Llegaba al trabajo hambriento, en ayunas de verla, la buscaba en los ascensores sin encontrarla y no se me iban los temblores hasta dar con ella, a media mañana, en el cubículo de fumar, con un vaso de cartón de café y la mirada de ave de presa. 

En noches de extrañarla acerqué mecha al pábilo de la vela de la razón. La vela ardió con una llama naranja que cegaba pipiolos crédulos. China se convertía en superpotencia y plantaba cara en la guerra comercial al presidente Cheto. Los servicios secretos de los USA urdían subterfugios para hundir al competidor del Oriente, pero descartada la intervención militar – demasiados frentes abiertos en el Creciente Fértil – ningún otro chanchullo surgía efecto. Desesperados echaban mano de sus contactos galácticos y los buenos muchachos de Roswell les cedían un virus de factura impecable, que se contagiaba imparable y paralizaba la economía, que no segaba vidas en exceso pero quebraba la balanza comercial. Pero hete aquí que algo sale mal: los chinos consiguen detener la carraspera interestelar a base de bloquear a millones de personas, confinar a los casos leves en lazaretos y construir hospitales en una semana. El virus salta a Europa y en América se descontrola. Cheto quiere la vacuna pero los marcianos no le cogen el teléfono. En su delirio se chuta un antiviral para la malaria y el 27 de marzo cae fulminado durante una conferencia de prensa. Medios de todo el mundo filman el jamacuco y el traslado al hospital, donde se certifica la muerte unas horas después. El vicepresidente Pence jura el cargo, acusa a China de magnicidio y ordena cerrar las fronteras. La Guardia Nacional patrulla las calles de las principales ciudades y la caída de la bolsa deja en un juego de niños la hostia de 1929. Los inversores saltan por las ventanas y el mundo libre se tambalea. Vostok Tomorrow informa: los chinos cierran un pacto con los extraterrestres. Xinpin tiene la vacuna. 

Los milicos se hicieron parte del mobiliario urbano. Lentamente los ciudadanos se acostumbraron a su presencia. Era habitual verlos en parques y plazas, por lo general en parejas y siempre cerca de sus vehículos. Soldados jóvenes, muchachos imberbes que miraban la ciudad con ojos rapaces, el fusil a la cadera y el gesto adusto. No se parecían a Gundemaro, tan dicharachero. El ministro del Interior aseguraba que cumplían funciones de apoyo, vigilancia y logística. Los cuerpos de policía estaban a cargo de la seguridad y el orden. Los militares, con sus guerreras color caqui y sus voces estrictas, resultaban una presencia tranquilizadora para unos, inquietante para otros. 

La aparición del ejército en las calles nos permitió palpar la sensación de excepcionalidad decretada en el Congreso. Hacía tiempo que los hospitales habían colapsado en las grandes ciudades, no había plazas en las unidades de cuidados intensivos y los médicos se veían forzados a realizar triajes selectivos. Los ancianos no tenían la más mínima oportunidad de acceder a los respiradores mecánicos, un bien de lujo que se reservaba para quienes tenían mayores opciones de sobrevivir a la enfermedad o, en su defecto, buenos contactos. Se sabe de viejales que en sus últimos estertores, pugnando por meterse aire en los pulmones, forzando a un diafragma que se rendía, habían ofrecido los ahorros de una vida a enfermeros y a pacientes con plaza. En los hospitales el oxígeno era un bien de lujo que cotizaba más arriba del oro. 

En nuestra pequeña ciudad provinciana la situación no era tan desesperada, pero todo el mundo era consciente de que un mínimo brote haría saltar por los aires el delicado equilibrio sanitario. En regiones más afectadas se posponían sine die cirugías y se dilataban tratamientos oncológicos. La cifra de fallecidos por el germen ascendía en progresión terrorífica: unos dos mil cadáveres por día, sin contar las muertes indirectas atribuibles a otras patologías y aceleradas por la falta de atención médica. 

Aumentaron las depresiones, las agorafobias y los suicidios.

Mucha gente subía a las azoteas. Suspiraban. Se dejaban caer. Por miles. En las calles desiertas hubo cabriolas y destinos inauditos. Sucesos que le hacían dudar a uno, hermanos, de la consistencia de la realidad en aquellos días sin precedentes. En La Coruña un suicida aterrizó sobre un policía de paisano – los dos murieron en el acto – y en San Sebastián de los Reyes un tipo que saltó desde un octavo se evisceró contra el suelo a medio metro de un barrendero que sufrió un ataque cardíaco fulminante. 

Todo por efecto de la plaga y sus derivados: el encierro, la soledad y la incertidumbre. En nuestra ciudad hubo un caso célebre de morbo debido a la peste: el hijo menor del teniente de alcalde, familia acaudalada, rentas de latifundio, zapatos hechos a mano y posgrado en el extranjero, se pegó un tiro con una escopeta de caza  la víspera del patrón. Al parecer había dado positivo y tosía. El chico no estaba hecho para las tribulaciones… 

Lo llamativo del incidente es que antes de reventarse la cabeza había arrojado por la ventana dizque diez mil euros en billetes de cincuenta – tal vez para empezar a pagar Purgatorio – que el aire aventó por toda la extensión de la calle desierta, que quedó cubierta de papel moneda color barriciento. Al disparo los vecinos se asomaron a los balcones, vieron la guita volar y ya no hubo restricciones ni ley. Hasta los viejos bajaban las escaleras de dos en dos. Vino la policía a poner orden. Los vecinos, avariciosos, se metían billetes a puñados en los bolsillos e insultaban a los agentes que, si bien no entendían nada, no tardaron en sumarse a la recolección de la pasta… 

En la tartana milica cambiaba impresiones con Gundemaro. El cabo aprobaba mis razonamientos y añadía de lo suyo. Rusia está en el ajo. La conspiración está en marcha. El gran monstruo euroasiático despierta y la Unión Europea titubea. La Frau alemana aboga por mantener la Alianza Atlántica, pero el chorbo francés le pone ojitos a los rusos. 

– Italia, Grecia y Portugal son prochinos. 

– ¿Y nosotros?

– A verlas venir, como siempre. 

Los portes con Gundemaro, en fin, agudizaron mi sentido crítico y cimentaron una amistad que en plazo breve habría de traerme más peligros que agradables memorias. Pero llegaremos a eso más adelante, camaradas. Tenemos tiempo de sobra, ahora que el mundo ya no es nunca más como fue.

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1. Yo era Marco Aurelio y ella una reina de Tracia

Foto de Brandon Holmes en Unsplash

Te volvía filósofo, así de buena estaba. Y esta es una historia vulgar. Se movía inelegante en vaqueros varias tallas por arriba de su contorno y uno discurría acerca de lo efímero de la belleza y su impresión eterna en el alma (que no muere). Eran los días de la epidemia y las mascarillas nos velaban las facciones pero yo sabía que debajo de aquella gasa protectora había labios que podían besarse y una nariz a la griega y contornos duros, ángulos ofídicos contra el filtro tapizagérmenes. Era pequeña y caminaba ágil como una canción bebop de los años cuarenta. 

Yo era Marco Aurelio y ella una reina de Tracia. Enfermera de cuerpo tímido que se ocultaba debajo del tejido basto de su uniforme, largas pestañas y el pelo teñido de rubio, se permitía la sola coquetería de una boca grande que pintaba con trazos de rosa fucsia. Caminaba hacia el ascensor, siempre con prisa para revisar a sus enfermos, y yo la miraba alejarse, sus caderas de diseño vanguardia y las piernas robustas y fuerzas desconocidas que se remontaban al primero de los hombres no me permitían apartar los ojos de su culo mecido por la resistencia que la tierra oponía a sus pies. 

He ahí, hermanos, una mujer que sabe cómo hay que pisar el suelo. 

Hasta mucho tiempo después no conocí su nombre. 

El parte de muertos diario se mantenía estable en cifras con centenas y en la clínica una planta entera permanecía en aislamiento con doce pacientes positivos. En la cocina trabajábamos a jornada completa con guantes y entre cambio y cambio de gomas nos frotábamos las manos a conciencia con jabón antivirus. No nos tomábamos la enfermedad muy en serio, al fin y al cabo solo palmaban viejos y tocados previos, pero ninguno quería enfermarse. Lo que nos daba pánico era la cuarentena. Quince días sin salir del cuarto, decía Rashid. Imagínate, me corto los cojones, y con dos dedos abría y cerraba unas tijeras imaginarias. 

Solo Latte Cotta, con sus ojos siempre hundidos bajo espesas cejas de tuberculoso, reclamaba seriedad y tests inmediatos. Escribía una y otra vez a la dirección, que no contestaba nunca, y se movía por la cocina saltando como un conejo para mantener la distancia de seguridad. Nos divertía su teatro inofensivo, nos parecía que sus infinitas precauciones nos protegían a todos. 

Éramos trabajadores esenciales. Una jodienda. 

La inmensa mayoría de la población vegetaba en casa y he aquí que nosotros no nos librábamos de nuestra pena negra de forzados. Oh, galeotes éramos, hermanos, y si alguien se atrevía a levantar una ceja contra el estado de las cosas Don Armas se encogía de hombros:

– También los despojos y los moribundos necesitan comer, hijos míos… 

Había ventajas, no obstante. Menos bulla, porque no teníamos que cocinar para la cafetería en la que avituallaban las visitas familiares, prohibidas por  Real Decreto, y eso disminuía lo suyo la carga de trabajo, sobre todo en la sección de repostería, que sin sobrinos, nietos, nueras, hijos y yernos se veía liberada de la obligación de manufacturar tartas y bizcochos, legítima compañía de los tés, los cafés y los colacaos que ya nadie externo a la clínica se sentaba a sorber. 

La cantina de los trabajadores funcionaba también bajo mínimos: un tercio de la plantilla – la mitad de los fisioterapeutas y buena parte del personal de limpieza – permanecían bajo arresto domiciliario a resguardo del oscuro influjo oriental que asolaba el mundo. El número de pacientes, en fin, también menguaba. 

Había también menos estrecheces para fumar en el chamizo donde se nos condenaba a los viciosos. Allí la miraba yo de soslayo – oh, su cara descubierta, qué de luz para el sediento y sus facciones sin máscara pestífera evocaban los días en que podía contemplarla a placer a través de una atmósfera libre de detritos – y siempre me llamó la atención su resistencia a dejarse abandonar en el teléfono como hacían los demás. En lugar de bajar los ojos a la pantalla del espacio virtual se resistía al Sheol del mundo falso y miraba desafiante al frente con los labios apretados, seria como una forense, y uno se decía que dentro de aquella cabeza, sin duda, había  tormentas de emociones y un espíritu que no era corriente. 

La primera vez que oí su voz no fue a mí a quien dirigió la palabra. Uno de los médicos, joven y con fenotipo culturista, piojo de gimnasio adicto al clembuterol, entró  en el fumadero con rictus de desagrado – la insalubridad lo consternaba en sus entrañas hipocráticas – y se acercó para susurrarle algo que ella despreció con un gesto hermosísimo de la mano, similar al que un cónsul romano hubiera empleado para ignorar un augurio funesto antes de la batalla. Y dijo seis palabras: 

– También tú morirás un día, mamarracho. 

Seis es dos al cubo, el dos es número primo y el tres de la potencia simboliza al Padre, al Hijo y al Espíritu. Cielo y matemáticas, hermanos. No necesitaba más. 

Me enamoré. 

Era joven. Que me perdonen los camaradas de la bancada de los cínicos. 

Deseaba apropiarme de ella, conocerla en términos bíblicos. 

En el autobús que subía hasta la clínica ella se sentaba delante, en un asiento inverso al sentido de la marcha. Yo encontraba un sitio atrás y de vez en cuando levantaba la mirada del libro que fingía leer para cazar al vuelo una visión fugaz de mi tormento. 

El personal sanitario tenía aquellos días el aura de héroe crecida por los aplausos vespertinos de los balcones. Resentidos tras años de recortes en el presupuesto y despidos, desgastados en guardias interminables, experimentaban ahora una conmoción súbita ante el amor revelado de la ciudadanía y olvidaban que no eran los únicos que se exponían al bicho chino. También nosotros, pobres muñidores de tortillas, bistecs y papillas de trigo, salíamos cada mañana al mundo apocalíptico del germen que asesinaba. Era porque nosotros – entre peroles y fuego y remangados hasta el codo – desafiábamos a la bicha que los pacientes podían papear su rancho hipocalórico y la cantina quedaba servida de sopas y vituallas. 

Ah, hermanos, bien nos habíamos acostumbrado a ser paisaje en el reino de los sanitarios. Apenas saludan cuando uno los cruza en el pasillo, y siempre miran con sospecha. Piensan, después de todo, que la clínica existe por y para ellos y todo lo demás, incluyendo a los enfermos, es accesorio, un residuo con el que su grandeza de alma tolera vivir en beneficio del bienestar común al que sacrifican su conocimiento. 

Yo ignoraba si también ella arrugaba la nariz ante el pensamiento de que los pobres diablos que éramos nosotros, el personal de servicio, reclamáramos sin ruido nuestra cuota de virtud, pero siempre me pareció, por su forma de caminar y por su mirada perdida, que habitaba en un plano superior, a resguardo de asuntos tan humanos. 

No quiero hacer reproches, de todos modos, ahora que esos días confusos han quedado tan lejos que apenas ocupan unas páginas en los libros de la Historia. Vivíamos entonces en el agobio y la amenaza y solo Dios conoce el peso exacto de cada una de las almas. 

Mis sueños se contaminaron. Oh, y soñar con ella dolía cuando tocaba a su fin el arrebato y despertaba húmedo y confuso como los austriacos en Austerlitz. Me daba cuenta de que necesitaba hablarle antes de que alguna catástrofe imprevista me impidiera verla desnuda y dormida, indefensa y mía para siempre. 

Tiempo y tragedia. Yo sufría porque sabía que su belleza se desgastaba. Y aunque en el día a día la pérdida era imperceptible la verdad era solo una y cruel: la belleza nace muerta, es un cadáver que se corrompe. 

Apuraba hasta el último minuto de pausas en el cubículo de fumadores con un pajarraco aleteándome en el pecho. ¿Y si no viene? Cuadré con un Excel sus pausas para hacerlas coincidir con las mías. Esperanza de verla, hermanos. ¿Y luego qué? ¿Pedirle fuego? Cada vez que aparecía con un cigarro descolgado en los labios – que había dejado de pintarse de rosa, para qué y, sin embargo, qué tragedia – el pajarraco evocaba mis sueños y yo agachaba la cabeza, avergonzado de mi lascivia. Sucio, me sentía incapaz de hablarle. Pedirle perdón, si acaso… 

Una mañana Rashid arrancó a toser. Me pidió que le pegara la oreja al pecho y pude escucharle nítido un popopopó crujiente, como si guardara un Renault averiado dentro de las costillas. Me parece que tienes una biela suelta, le dije. Mierda, dijo Rashid. ¿Qué hago? Lo pensamos durante unos minutos y coincidimos en que la mejor opción era informar al alto mando para que pudieran activarse los protocolos previstos. Hacia el diminuto despacho del jefe de cocina, señor Jorge de Armas, arrastró Rashid los pies con fatalidad en la mirada. De aquella habitación tan pequeña, enclaustrada entre el palacio frío de las verduras y el bulevar de los hornos, salían nítidas hacia la cocina todas las conversaciones que allí se desarrollaban. Esto oímos:

– ¿Tienes fiebre? 

– No parece… 

– ¡Pues a seguir trabajando!

No era mal capataz, don Armas, pero la epidemia lo trastornaba. Su obsesión era cerrar el cuadrante mensual con dos semanas de antelación y sobre aquel rompecabezas de turnos cruzados enfocaba durante días y días la mayor parte de sus esfuerzos; que comenzáramos a enfermar de repente o, peor aún, que nos obligaran a guardarnos en el chamizo durante quince días ante la simple sospecha de contagio eran ideas que lo hacían hiperventilar. La perspectiva de tener que rehacer los turnos le subía la tensión y le bajaba las defensas. 

La cúpula directiva apoyaba a Don Armas. Había que manufacturar tantas ensaladas, potajes y macedonias, pasteles de queso, merluzas rebozadas y platos de macarrones que la dirección había emitido un mensaje claro con respecto a los trabajadores esenciales: servían mientras pudieran respirar. Algún día el ministerio enviaría test rápidos y entonces, tal vez, las cosas se harían de manera distinta. Hasta ese momento, si no había fiebre no había virus. En cuanto a los posibles asintomáticos, la gentuza de los despachos se encogía de hombros: la cocina, la clínica y el país entero estaban en manos de Dios. Hágase su voluntad, etcétera. 

Latte Cotta arañaba las paredes. Rojo de rabia amenazaba con encadenarse en la puerta de la clínica hasta que nos fueran proporcionados mecanismos de protección solventes. Le dábamos palmadas en la espalda. Nos miraba con cara de pasmo y nos echaba la bronca por faltar a la norma de los dos metros de espacio vacío. Se agarraba el pecho. Caminaba lívido. Sufría. 

– Ayer la temperatura me subió tres décimas, hasta los treinta y seis coma ocho. Así empieza… 

Deseaba una revolución. Se te acercaba en los descansos, con la mascarilla tan ceñida que respiraba como un asmático, y exponía sus planes con precisión. Promovía la huelga y la desobediencia civil. Anhelaba una respuesta según el método chino: confinamientos masivos, construcción exprés de hospitales para encerrar a los enfermos leves y asintomáticos, apertura de unidades de cuidados intensivos a lo largo y profundo del país, etcétera.  

– Tú tienes estudios, Rodrigo – me repetía una y otra vez – Nos asiste el derecho natural. Nos ampara el instinto de conservación. Un deber para con la especie nos obliga. 

Don Armas cortaba de raíz sus murmuraciones. Lo llamaba al orden y le advertía contra los peligros de alborotar el gallinero. ¿Cómo podíamos saber entonces que era un visionario? Lo teníamos por un aprensivo, buen cocinero, pero gilipollas. ¿Cómo íbamos a imaginar que Dios le había tocado los labios con un carbón encendido? 

Aquel día tenía puesta la oreja, como todos, en el despacho de Don Armas, y cuando escuchó a Rashid describir sus síntomas y al jefe de cocina que lo aventaba despreocupado de vuelta al trabajo, el pobre Latte Cotta sintió que todos los demonios del inframundo montaban un guateque en sus meninges descacharradas. ¡Estaba tan alta la música, en la cabeza de Latte Cotta! Y los demonios bailaban, bailaban, bailaban… 

– ¡Hay que aislarlo! ¡Jorge, esto es intolerable! 

Don Armas arrastró los pies fuera de su despacho. Suspiraba. Parecía agotado. Cuando quiso hablar de las entrañas le salió apenas un hilo de voz. Carraspeó para encontrar el tono adecuado en su caja de resonancia. 

– Rashid, ven aquí – llamó, con la voz ya firme. 

Rashid se acercó sumiso. 

– ¿Cuántos paquetes te fumas al día, hijo mío? Contesta sin miedo, no estamos aquí para juzgarte. 

– Dos y medio, pero solo en los días libres. Aquí fumo menos, usted sabe, porque el trabajo me absorbe. 

Don Armas se volvió hacia Latte Cotta, que retrocedió inmediatamente para mantener la distancia reglamentaria.

– ¿Lo ves? Tiene una carraspera, eso es todo. No hay que sacar las toses de contexto. 

– Los estudios dicen… 

Ah, el pobre triste Latte Cotta apenas pudo comenzar su argumentación. Don Armas colmó y derramó su furia por la cocina. No es que temblaran los vidrios ni cayeran con estrépito de sus perchas los cucharones pero a todos nos sorprendió ver cómo enrojecía de gritos aquel hombre de naturaleza paciente. 

– ¡A la mierda tus estudios! ¿No te das cuenta de que nadie tiene la más mínima idea de nada? Tus epidemiólogos y tus médicos y tus astrofísicos andan como puta por rastrojo. Un día dicen una cosa y al siguiente la contraria. ¡Una semana la gente revienta de cien maneras horribles y una semana después todo es chachi y poco menos que un resfriado! ¡Y yo solo soy un jefe de cocina! ¡Trabajad, gandules, y que el último que quede vivo se las apañe para cocer los macarrones del Apocalipsis! 

Rashid, argelino apuesto, vino a la mañana siguiente asegurando que de la tos nunca más se supo. Me tomé cuatro vasos de té de rosas y me fui a dormir a las doce y media, bien temprano, y hoy como nuevo, explicó, orgulloso de la fortaleza de su organismo. 

Fueorn días como soñados, hermanos. Nebulosos, sísmicos. Uno no sabía dónde agarrarse. Todo temblaba. ¡Pobre Latte Cotta!

Una tarde, en fin, entró en la cocina. Un huracán, camaradas. A punto estuvo de volarme el gorrito de papel de la cabeza. Lava que repta por la ladera imperturbable hacia el mar. La mascarilla en el gaznate. Los labios color fucsia. Ay.

– Ha habido un error. Me falta un plato. El paciente patalea. 

– ¿Qué necesitas? 

– Lasaña de espárragos. Rápido. 

– ¿Con aliño o sin aliño? 

– ¿Estás borracho? 

– Para la ensalada…

– ¡Lasaña de espárragos, pasmarote! 

Diré, para satisfacer la demanda de contexto, hermanos, y para que la historia no quede tullida apenas da sus primeros pasos, que una vez que enviábamos la cena a nuestros pacientes pochos en los carricoches con inducción alguien tenía que quedarse de guardia para solucionar imprevistos. Escapábamos a toda prisa después de fregar con indiferencia el suelo y adecentar las cámaras frigoríficas, todos menos uno, condenado todavía por una hora para atender las urgencias si las hubiere – reponer existencias en la cantina, responder al teléfono, subir a fumar, apagar fuegos – y dejar preparados los arreos para el desayuno del día siguiente, los yogures en la nevera y los cruasanes en sus bandejas, en el congelador, listos para el horno, filetear las naranjas y aliñar los potitos con proteína, lo que en el argot se conoce, en fin, como mise en place por influjo gabacho.

Entre las muchas tareas de aquel turno se contaba la ingrata misión de contener al personal sanitario que reclamaba platos perdidos. 

Venían, por lo general, de mala hostia, resentidos por nuestra inoperancia, que los forzaba a realizar semejante misión indigna de sus capacidades. 

Oh, hermanos, y con qué gracia maravillosa me metía prisa dándole aire a las manos y gritando, con aquella voz un poco ronca que tenía, dale dale inútil, con su timbre de fumadora veterana de tabaco negro. Pateaba el suelo inquieta y blasfemaba. Quise leer su nombre en el pase vip que llevaba prendido en el bolsillo de la bata, pero me faltó agilidad en las pestañas para descifrar las letras sin caer cogido en culpa. Y cuando todo quedó a su gusto – era exigente, bien lo aprendí con el tiempo – se marchó, con su lasaña y a caderazos, y yo caí mustio en la certeza de que mi vida transcurría inútil, viendo una y otra vez cómo se alejaba.

En este estado de ánimo otoñal pasaron los días, las semanas.

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Cómo sobrevivir a un verano en el sur

Foto de Bart Ros en Unsplash

Hay que beber agua. Y caminar por la sombra. Haber nacido bajo un determinado tipo de cielo. Los autóctonos tenemos el organismo hecho a los cuarenta grados y la piel recosida del soletazo. Fatalismo y templanza. En la plaza hay una fuente y alrededor de la fuente siete hombres que departen y reparten tabaco, fuman, plácidos, mientras se va la tarde. El forastero que atraviesa la plaza nos cree perezosos y apáticos. Estoicos si profundiza. Pero nada de eso es exacto. La sangre hierve cuando conviene. El sur es un espacio geográfico pero también un estado del espíritu. El sur tiene un alma que canta canciones y adora la tragedia. El sur sobrevive y sonríe. Llora con ojos traviesos a sus cristos crucificados y a sus corazones con siete puñales y desdeña las cicatrices de los resucitados. El sur es agonía y cigarras. Y cuando mira al cielo encuentra su lugar en el mundo.

Para el forastero el sur es confusión y preguntas. Intuye un misterio que no podrá desentrañar nunca. Tampoco nosotros somos capaces de verbalizarlo, pero sabemos que el misterio nos habita dentro. Lo cargamos en la sangre y las vísceras, en la manera de pronunciar las palabras y vivir el presente evocando un pasado que nos reconstruye. Habita bajo las pestañas, en nuestras costumbres extrañas, y en la muerte de cada uno de nosotros el misterio se expresa a través de ritos antiguos.

Hablando de extranjeros la amenaza del melanoma o el reventón por ingesta masiva de alimentos aconsejan una serie de precauciones básicas que el incauto debe de tener en cuenta en sus viajes hacia las regiones del Mediodía.

El verano, en el lugar del que yo hablo, empieza a principios de junio. 

El cielo se vuelve de un azul intenso que recuerda al manto de las inmaculadas que se ven en las capillas auxiliares de iglesias de cinco siglos en pueblos olvidados lejos de la autovía. Vírgenes trazadas sobre lienzos baratos por la mano de maestros antiguos. Iglesias que solo se llenan las tardes de funeral.

Son los primeros días de calor, cuando se yerguen las amapolas y el aire, a medida que avanzan las horas, se convierte en una masa densa como los últimos jadeos de un moribundo. Vuelan intrépidas las golondrinas desde el tendido eléctrico a sus nidos rozando la cabeza de los peatones, los niños juegan a la pelota, una muchacha con trenzas traza una rayuela con una piedra de yeso y se aproximan las nubes por el horizonte. 

En cuestión de minutos el cielo se cubre y la luz se agria y el blanco en las casas adquiere palidez de cirio o viuda y la primera gota, limpia como el asombro de todo lo creado después de la Última Palabra, se rompe para siempre en la calle todavía transitada. 

La tormenta dura un cuarto de hora de vértigo y asombro. Los hombres se encierran en casa, parapetados detrás de los ventanales, y sueñan cosechas nunca vistas en invierno. Tanta sed tiene el campo. Se frotan las mano que todavía no se han lastimado pero en la que ya intuyen cortes y ampollas. Las mujeres preparan café y fuman en la cocina. Saben que los niños regresarán pronto con las zapatillas llenas de barro. Los niños que no se detienen en el felpudo, que cruzan la puerta a voces, ciénaga sus pies y ciénaga las baldosas, sin conocimiento, criaturas vivas, desesperantes… ¿De dónde vienes? Los niños sonríen mellados y mienten como se miente en la infancia: sin rencor ni remordimiento. Han pasado la tormenta a resguardo bajo los balcones, dando toques a una pelota y contando, uno, dos, siete, ocho, diez, ¡veinticuatro! Entrenan para la final de la Copa del Mundo que jugarán de aquí a unos años, si todo sale según lo previsto. 

El monte se desarma, y la riada arrastra en su camino hacia el río ramas que ya no tiemblan, rocas como cabezas cortadas y alimañas muertas. 

Lluvia es todo lo que hay. Es el primer día del mundo. 

Las tormentas se repiten a lo largo de tres, cuatro días, quizá una semana. Liturgia. A la vuelta del sol irrumpen arco iris poderosos. Las mujeres barren tierra roja y los niños patean los cadáveres de los animales. La tierra bebe y bebe y no es suficiente. Los meses de sequía la han quebrado y en la tierra late una desesperación que se filtra por ósmosis en los huesos de los hombres y mujeres que la habitan. 

Día tras día las nubes se reúnen, como una costumbre adquirida y el cielo pierde el azul, se oscurece, las golondrinas vuelan eléctricas, etcétera. Hasta que un día algo contiene la tormenta. Las nubes se retiran defraudadas, como espectadores de un evento cancelado a última hora, y el sol se prepara para recibir el vasallaje de todas las cosas vivas. Ese día es el primer día del verano. Las nubes, y con las nubes la lluvia, no volverán hasta octubre.

Los hombres madrugan para trabajar el campo. Dejan la cama y la esposa a las cinco. Café negro y una copa de anís. Fuman en el coche. Todavía es de noche cuando aparcan entre los olivos. Cargan las herramientas y una damajuana. Al cabo de unos minutos – otro cigarro, quizás- la luz ya trepa la línea del horizonte. Los hombres trabajan y beben agua y maldicen, ay, Señor, a las nueve el calor es insoportable, pero los hombres soportan, qué remedio, hasta una hora que ya no resulta indigna, pongamos las once, para volver a casa con el cogote húmedo de sudor. El resto del día duermen, beben vino, se burlan de los que han regresado demasiado pronto. Y a la tarde con la fresca marchan a regar la huerta, a la que veneran como adolescentes enamorados. Llegan puntuales al rito. El agua se reparte en turnos de una hora. Durante esa hora los hombres fuman, maldicen y sueñan, sin apartar la vista de la acequia.

Se puede vivir para siempre en un momento como este: el sol declina, el día languidece y naturaleza y hombre, exhaustos, recuperan el aliento, sobreviven.

A veces dos hombres disputan por cinco minutos de agua. El ofendido, rojo por la tensión, reclama al acaparador y enseña la hora en el reloj como un título de posesión sobre todo lo que en estas regiones simboliza el agua. Se cruzan palabras, insultos y disculpas, según corresponda, hasta que se reestablece el curso de la justicia y el hombre cuyo turno termina desvía la corriente hacia el campo de su vecino. No siempre ocurre así. Hace unos años, también un verano caliente – el sol hierve en los corazones aunque los corazones parezcan apáticos – una disputa por el agua entre dos vecinos de tierras linderas terminó con una cabeza abierta por un golpe de azada, seco y que no trajo aviso. La víctima sobrevivió, nadie sabe bien cómo, con un tic en el ojo que no perderá hasta que lo cierre para siempre.

Pero me extiendo. Es pecado divagar, sobre todo en verano. El verano pide concreción y piscina, alimentos ligeros, cerveza y sueño. Hay que evitar salir a la calle entre las doce de la mañana y las siete de la tarde a menos que uno se dirija a uno de los siguientes destinos: la playa, la piscina o el bar. 

Si no hay más remedio que abandonar la casa se recomienda no detenerse a charlar con conocidos que, en días así, y de todas maneras, solo dicen tonterías. En caso de parada obligada hay que buscar una zona de sombra, debajo de un árbol o de un edificio interpuesto entre la calle y el sol. Abreve en las fuentes, aunque carezca de sed. Vista ropa holgada y evite los colores oscuros.

Historia triste: los extranjeros no saben comportarse en climas extremos por la parte de arriba del termómetro y se detienen a anudarse un cordón de la zapatilla, a marcar un número en el teléfono o a reñir al hijo en los lugares menos favorables, el sol a plomo sobre sus pieles blancas que enrojecen. 

Hay quien sostiene, para difamar al verano, que el calor mata a la gente. Discrepo. Es la gente la que insiste en morirse saliendo a correr a las seis de la tarde, con cuarenta y cinco grados y ni un soplo de aire, dos horas, veinte kilómetros, al volver a casa les explota el corazón y los vecinos dicen que ha sido la calor – a partir de treinta y cinco grados, aproximadamente, la línea es difusa, digamos que cuando los zapatos se quedan pegados al suelo y se empiezan a ver espejismos, el calor adopta identidad femenina, cuestión localista – la causa del óbito súbito. 

A otro, siempre son hombres, se le deshacen las vísceras después de una comida copiosa – una pierna de cordero, un cocido con los aderezos, una barra de pan y dos litros de cocacola, era la comunión del sobrino, lo disculpan los conocidos – y ya no despierta de la siesta. ¡Y se culpa al verano! ¡Al sol, pobre estrella prendida por la fuerza de la gravedad en el lienzo infinito del universo! 

La realidad es que en verano solo mueren los atrevidos. El invierno es otra historia. No hay semana sin velatorio. A qué velocidad mueren en invierno los viejos, de gripe y nostalgia. No mueren en verano, pero mueren añorando el verano, las cerezas en junio, los higos a finales de agosto y las granadas abiertas en septiembre, cuando el clima ronronea como un gato y cada sol puede ser el último, el último para siempre, y por eso en verano los viejos aguantan sin morirse y esperan a noviembre para languidecer, con las primeras lluvias y las castañas. 

El verano respeta la ancianidad y cría niños felices y decididos. 

Hace años que vivo lejos del verano. La vida, sus caminos, etcétera. Me deslizo por los días – pares e impares, sólidos y gaseosos – en un lugar en el que es habitual cargar una cazadora en julio y donde una semana sin lluvia se considera una extravagancia. En una ciudad donde los periódicos alarman sobre el cambio climático cada vez que el termómetro sube de veinticinco grados. El cielo, aquí, tiene un color azul pálido, de lago helado, de ojos de vampiresa. Y si un día por casualidad sale el sol mis vecinos, desconfiados, se dan prisa en bajar las persianas.

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