11. Sin esperanza y desperezados

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Una de aquellas mañanas, sin esperanza y desperezados, nos asomamos a los balcones con café y magdalenas, como todas las mañanas en aquellos días sin lustre, para descubrir que llovía, hermanos, y la melancolía mezclada con el polvo de tantos días de sol y alergias nos hizo pestañear, incrédulos: a las puertas del verano, ¿era posible? Había entrado en la ciudad de noche, furtiva y sin notificación previa, y se instaló entre nosotros como si llevara toda la vida en la vecindad, aquella lluvia vivificante que mojaba las palomas y los pasos de peatones y uno veía a todos y cada u o en el edificio de enfrente arriesgar una mano a la intemperie y recobrarla húmeda y fresca y en aquellas palmas mojadas que los niños se restregaban por los labios había una herida purísima, como de clavos: la frustración de no poder bajar a la calle a recoger la lluvia a la que ya nadie esperaba. 

Aún así la novedad alentó los ánimos confinados, la lluvia limó nuestras corazones con sus cientos de miles de lenguas y aquellos que gozábamos la condena del trabajo forzado recibíamos el agua como un beso y hasta los militares te paraban con cierta amabilidad y retranca – el visado, caballero, a ver si lo encuentra antes de que escampe, decían, mucho menos siniestros que de costumbre y no diré que sonreían, porque eso sería faltar a la verdad, hermanos, no sonreían nunca y mejor así – y todo el mundo parecía conducirse con un humor más liviano. En aquel erial nuestro la lluvia era una luna de miel y Gundemaro aceleraba la tartana en la avenida y reventaba los charcos contra los escaparates de los comercios cerrados y era lindo llegar al trabajo con el pelo empapado y a todos nos pareció que Don Armas bromeaba cuando nos reunió alrededor de los pucheros para informarnos de que Simón no mejoraba. 

– La hostia. 

– Saldrá adelante. Es perro viejo. 

– Es asmático.

– ¿Y eso que tiene que ver? Nadie se ha muerto por confundir el rojo y el verde… 

Simón pasaba la cuarentena en casa, enclaustrado en una habitación lejos del alcance de su mujer y sus tres hijos, todos mayores de edad pero imposibilitados por el contexto socioeconómico para vivir por su cuenta y su riesgo. Simón, que se comunicaba cada tanto vía telemática con el jefe de cocina, pasaba durmiendo la mayor parte del tiempo, con flemas y una tos que le sacaba cuajarones de sangre de los alveolos, escuchando vinilos de King Crisom, con dolor de garganta y una fiebre que en los peores momentos subía de cuarenta megavatios.

Aquello nos trajo de vuelta a la amenaza. Recordamos que la muerte y la locura seguían ahí, buscando de agarrarnos el bajo del pantalón, acechando en las toses de las demás, en los apretones de manos que no habían sido debidamente desinfectadas.

La alegría dura poco en la casa del pobre, como se dice, hermanos. Y la lluvia que tanto nos sedujo a su venida – imprevista, como el deseo – se nos empezó a atragantar en las amígdalas después de dos semanas. Como una visita incómoda se negaba a regresarnos a nuestro albedrío. Y lo peor es que no había manera de comprar un paraguas. Los pocos en existencia en los supermercados volaron al tercer día, cuando la gente descubrió que después de todo no es divertido empaparse. Los encargados se encogían los hombros por los pasillos de la sección de artículos del hogar: los paraguas los tenían que traer de sabe Dios dónde y los buques mercantes habían quedado varados en el Canal de Suez y ya nadie fletaba aviones desde Shangai y a pesar de que insistían a la central, un día y otro, nadie sabía nada y todo el mundo pedía paciencia: los paraguas llegarían algún día, igual que habían llegado las mascarillas y las ciento cincuenta mil toneladas de papel higiénico. Hasta entonces, camaradas, había que mojarse. 

El Vostok Tomorrow informaba: un físico tarumba en Biskek había recogido los datos de más de diez mil estaciones meteorológicas en los dos hemisferios y en los veinticuatro meridianos y había llegado a la siguiente conclusión escalofriante e irreversible: llovía de manera simultánea en todos el planeta, lo mismo en Camberra que en Santander que en la casba de Argel y en Montevideo. Lo nunca visto. Y había más. Cruzando datos y teniendo en cuenta los diferentes husos horarios el tiparraco bisqueco aquel aseguraba que había empezado a llover en el mismo preciso instante en Sichuán y en Sochi y en Fresno y en Grenoble y en Johannesburgo y en toda la putísima superficie terráquea. ¡De locos! Por supuesto las autoridades y los medios corruptos negaban la mayor y mostraban supuestas fotografías satelitales que mostraban que aquello era un disparate y que las nubes, siguiendo las normas de la física estándar, no cubrían por completo el planeta pero el Vostok clamaba: el Diluvio Universal era un hecho. Hermanos en Cristo y las cosas secretas: ¿eran necesarias más señales de que lo nunca visto se aproximaba?  

Mi vecino Ramón empezaba a coquetear con la idea del suicidio. Un salto y se acabó, no te creas que no lo he pensado, me dijo una de aquellas noches pedregosas, rompiendo el silencio agradable que se construye entre fumadores que disfrutan su vicio. 

– A tu edad, ¿no te da vergüenza? 

Arrojó el cigarro a la calle, tres plantas hasta la acera, y antes de que la colilla tocara el suelo ya tenía uno nuevo en los labios. Es verdad que en las últimas semanas lo había advertido yo menos hablador que de costumbre. Lo atribuía a la falta de sol y de vitaminas. Apenas hacía preguntas y respondía a las mías con monosílabos. En una persona siempre interesada en asuntos excéntricos al ámbito de su incumbencia, ahora me daba cuenta, semejante cambio solo podía indicar que se separaba del mundo. 

Es sabido que en el sur geográfico la ausencia de luz hunde a los hombres en letargos escabrosos. 

Ramón respiraba con pesadez. Era lector de Marco Aurelio, me dijo, y en los últimos días releía una y otra vez las Meditaciones. Una de las ideas del buen emperador se le había instalado en el pensamiento y se negaba a abandonarlo: si los dioses existen, no hay que temer a la muerte, pues nada malo viene de los dioses; si no existen, la muerte provoca indiferencia, ¿pues quién quiere vivir en un mundo sin dioses? 

– Pero los dioses existen, yo los he visto – dijo. 

Le recuerdo una voz que crujía. Me contó que soñaba sueños horribles. La ciudad ardía y de las cenizas surgía una voz que daba órdenes. En aquel anciano hecho a una soledad propia de tantos años la soledad común había puesto en marcha mecanismos que le sombreaban el ánimo. 

– Los dioses son benévolos – dijo – Pero no admiten preguntas. 

Los dioses, según mi vecino, se comportaban como el presidente del Gobierno en rueda de prensa. 

Le hablé de las teorías que se manejaban entre mis contactos. China, el Cheto, Roswell, etcétera. Ramon negó con la cabeza. 

– Es cosa de los dioses. Ya lo intentaron una vez con el diluvio. Se han vuelto sofisticados… 

También durante aquellos días tan extraños de atmósfera de plomo hube de enfrentar uno de los diversos destinos que me acechaban, uno doloroso, una y otra vez postergado, que tocó al timbre una tarde y sonrió con una expresión de infinita tristeza. 

– Tenemos que hablar – dijo. 

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10. Días de sol, de acarrear bolsas de naranjas

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Días de sol, de acarrear bolsas de naranjas para hacer zumo, tomates para hacer salsas, pasta y harina y garbanzos y cebollas y puerros y latas de atún y muslos de pollo, cerveza, vino peleón, Ducados rubio y farias. 

Días de sol bajo vigilancia milica, días de sol con una muerte que llega abrupta y campa a sus anchas en los hospitales desbordados, días de sol y miedo y médicos tristes. 

Días de sol. 

Que se tendían exhaustos sobre noches de cielo claro y ventanas curiosas, de puestos de control y fusiles, de misterio y peligro. 

Cuando el vehículo militar nos depositó en el punto de dispersión de la plaza de Austria Gundemaro me hizo una seña para que me regazara. Una vez se hubieron distribuido los pasajeros en las distintas direcciones que conducían a sus domicilios, siempre con el permiso de tránsito a la vista, el cabo me ofreció un Lucky Strike y me miró de pies a cabeza, midiéndome. 

– ¿De dónde los sacas? – pregunté prendiendo el pito. 

– Un contacto en Exteriores. Te conseguiré un par de cartones. 

Hacía semanas que no se encontraba tabaco americano en los estancos. Consecuencia del colapso de los Estados Unidos, cuyas compañías, excepción de los grandes gigantes, no podían hacer frente a la pinza que las asfixiaba: caída de la demanda interna y aranceles en Asia y Europa.

– Tenemos que hablar – dijo Gundemaro. 

– De la tarde que me sacaste del cuartelillo, imagino.

– Efectivamente.

– Ya se lo conté todo a tus colegas. Voy por la calle, a mis cosas, después del trabajo, y me encuentro a un nota sobado en la parada del autobús. Al principio pensé que estaba fiambre pero resulta que responde a las collejas. Se espabila. Empieza a decir gilipolleces. Pregunta qué cuándo pasa el autobús. Cosas así. Yo, claro, me figuro que va fumado o algo peor. Un tío raro. Pero quién no es raro en estos tiempos, verdad, y entonces aparecen tus troncos, en el camión, los oigo subir la avenida y le pregunto al chaval si tiene papeles pero qué va a tener, nada, y como yo soy medio subnormal lo arrastro y lo escondo, imagínate el acojone, ¡y eso que yo tengo salvoconducto! Casi no puedo, respirar, te lo juro, y cuando ya tus camaradas casi han pasado de largo el muchacho va y sale del escondite, torero, se planta en mitad de la calle y, claro, nos guipan y empieza el teatro y yo con los huevos en las amígdalas pensando la que nos van a dar, sobre todo al gilipollas este… 

– Y entonces el tipo va y se esconde… 

– ¡Que se va a esconder! Desapareció, Gundemaro, así, evaporado, zas y adiós, una cosa de locos, y mira que lo buscamos, tus amigotes y yo, pero no hubo manera. No dejó rastro, ¿entiendes? 

Gundemaro fumaba, sonreía a ratos. No niego que me tocaba un poco la moral. Pero no dije nada. Después de todo me había ahorrado una noche de calabozo. Porque los milicos del cuartel no encontraron mis explicaciones satisfactorias. Llegaron a la conclusión de que mi salvoconducto era falso. ¿Por qué si no me había escondido detrás de los containers? Tampoco entendían por qué me había delatado de aquella manera tan estúpida. No se tragaban la historia de Raquel. Negaban la mayor. Me creían tarado y estaban a punto de empezar con las hostias cuando me encontró Gundemaro, de pura chorra, y me sacó de allí con excusas y burocracia. 

– Tampoco tú me crees – le dije. 

– Por supuesto que te creo. 

Levanté una ceja, parpadeé. Gundemaro arrojó el cigarro por la ventanilla, estiró las piernas y cruzó las manos sobre su vientre de soldado fibroso y dijo:

– Rodrigo, muchacho, lo que tú topaste en la calle es lo que los iniciados llamamos un visitante. 

– No me jodas. 

– La cosa está que arde, compañero. Y mejor se va a poner… 

Qué hostias, todo cuadraba. El chisgarabís aquel era… Pero por supuesto. No negaré que la hipótesis me había rondado la cabeza. Las palabras de Gundemaro me envolvieron como la Quinta de Beethoven, se me llevaron por delante al país de los sueños. 

– Esos iniciados…

– Te llevaré a conocerlos. 

– ¿Cuándo? 

– Esta noche, si quieres. 

– Y cómo. 

No tuve que repetirlo, hermanos. Gundemaro arrancó la tartana y allá nos fuimos, en tercera hacia el fin de la noche, sin reparar en los semáforos. El cabo me iba contando detalles. Una reunión clandestina, camaradas. Entre cinco y diez bandoleros del sistema, gente con influencia en la parte del prisma que divide el rayo de luz, fuentes de primera, comisarios, capitanes, subsecretarios, uno nunca sabía cuántos y quiénes aparecerían. La mayoría estamos bajo sospecha, me explicó Gundemaro, pero no bajo vigilancia. El estado no tiene recursos, ni tiempo, ni ganas de ocuparse de nuestros aquelarres: estamos demasiado abajo en el escalafón. 

Ciudad escueta, ruta afortunada: no topamos una sola patrulla. Gundemaro estaba al tanto de las calles donde el alto mando había ubicado los controles y daba rodeos para evitar las zonas calientes. El descenso de los niveles de polución propiciado por el confinamiento permitía ver las estrellas, dulces luces mansas: Arturo y el cisne, Deneb, Vega, Altair, Antares, corazón de la alimaña. Gundemaro se metió en un callejón, paró la furgona y me pasó un uniforme milico. Por si las moscas, dijo. Yo no cabía en mí de euforia. Reventaba de pura aventura. ¡Qué gozo saberse parte de la conspiración! 

El conclave tuvo lugar en el café Manila, en la plaza del maestro Rodrigo, a puerta cerrada y persianas bajadas. Presidía el señor Esteban, nombre ficticio, dueño del establecimiento y según supe después hermano masón en rango de coronel, a la cabecera de una larga mesa protegida con un mantel bordado de escudos heráldicos. El señor Esteban había surtido la mesa de botellas de vino y tortilla de patatas (huevo sobrecuajado), patatas a la riojana (pimentón quemado, repugnante) y patatas bravas (con dos ingredientes a faltar, al menos). Nuestro anfitrión abrió los brazos en gesto de disculpa infinita:

– Señores, llevo dos meses cerrado y es el único género que no se me ha echado a perder. Y el peruano de la cocina no ha querido venir porque tiene depresión. Se le ha muerto media familia, al parecer…

Era verdad que el local acusaba el largo receso vírico: a excepción de la mesa y las sillas, que habían sido limpiadas a bayeta y conciencia, el polvo era dueño de cualquier lugar donde se posara la vista. Del cuerno de una cabeza de toro partía una tela de araña que desde el asta se extendía por espacio de casi un metro hasta la pared adyacente. Sobre la barra de zinc había un cenicero con una colilla apagada sabe dios cuándo. 

La noche a la que hago objeto de narración, hermanos, tuvo lugar hace muchísimos años, tantos como catástrofes han golpeado desde entonces estos viejos huesos que me sostienen: sabed perdonad pues que mi memoria haya sepultado los nombres de la mayoría de los presentes. 

No he olvidado, en cambio, fisonomías y oficios. Había un ujier jubilado del Ministerio de Defensa, que se refería a Madrid como la cloaca infecta y siempre tosía antes de tomar la palabra, sin duda un recurso escénico que consideraba necesario para concentrar la atención general sobre su exposición. Teníamos también al secretario del Ayuntamiento, tercera autoridad de la ciudad, según se aseguró de recordar varias veces durante la reunión. A su lado se sentaba un juez del tribunal provincial, cadavérico de ojos hundidos y voz ronquísima de escanciador de brandy de buena mañana. Había también un deán de la catedral abismado por la epidemia a una crisis de fe: incapaz de reconciliarse con el dios de Abraham buscaba respuestas alternativas. El perfil del religioso se adaptaba en realidad al de cualquiera de los presentes: por motivos diversos todos habíamos perdido los asideros de la realidad y precisábamos certezas como contrapeso a la angustia. Había también un astrónomo que, en su calidad de explorador de universos y director del planetario municipal aseguraba poseer argumentos de peso que aportar al debate. 

El señor Esteban sirvió vino y sin aguardar a una apertura formal del encuentro el viejo ujier carraspeó  antes de arrancarse a decir tonterías. Heme aquí, pensé, entre escépticos de la versión oficial, sacerdotes de Roswell y echadores de la buena ventura: ¿qué sigue? 

Lo inevitable, siempre. 

Como quién más quién menos todos éramos lectores asiduos del Vostok y cojeábamos de la misma muela el cónclave transcurrió sin discusiones fuera de tono. Hubo, en cambio, asentimientos generalizados y aplausos nada espontáneos. El tipo del planetario tomó la palabra una vez concluida la exposición del ujier chocho para explicar que en unos meses el Gobierno de los Estados Unidos se iba a ver forzado a descalificar informes secretos referentes a las actividades de la archiconocida base aérea de Nuevo México:

– Las revelaciones pondrán patas arriba nuestra concepción de la vida y el universo. Nada volverá a ser lo mismo. 

– El Vaticano está al tanto – apuntó el deán.

– Más bien está en el ajo. El difunto papa Wojtyla se entrevistó con un líder alienígena en Roma en el año 79. En los archivos vaticanos se guarda una transcripción de la conversación a la que solo Benedicto y Francisco han tenido acceso en todos estos años. Algún día, un cura resabiado le echará mano, y entonces… 

Todo el material que se iba revelando convergía en los mismos espacios: nuevo orden mundial, conspiración supraplanetaria, gobiernos corruptos y humanidad ignorante. El virus era solo el principio del volantazo al que el primer tercio del siglo XXI se disponía a someter a la humanidad.

– Solo Dios conoce en qué terminará todo esto – dijo el juez de primera instancia. 

El deán, un hombre herido en sus creencias más íntimas por una catástrofe que no conseguía explicarse negó por triplicado la acusación:

– Dios no tiene nada que ver en esto. No puede consentir. No hay maldad en sus acciones. 

– Bien ahogó a los egipcios y les degolló a los primogénitos – argumentó Gundemaro. 

– Solo si se toma la Escritura de manera literal – sonrió tímido el deán – Las enseñanzas de Cristo nos muestran que Dios es misericordioso. 

– Yo no soy religioso, padre, pero tengo entendido que son tres personas: puede que se estén solapando las órdenes. 

Se bebió, en fin, se comió, fue un velada agradable. Gundemaro reservó mi intervención para el final. Me inventó credenciales y me azuzó y, qué remedio, me hizo relatar una vez más mi encuentro callejero con Raquel. Para qué más, hermanos. ¡Un éxito! Hacían palmas con las orejas, en pocas palabras. ¡Un visitante, ni más ni menos! Un espectro, puntualizó el ujier tocapelotas. Se habían visto en Washington, en Moscú, en Damasco, pero nadie los esperaba en nuestra pequeña ciudad de provincias. Todos hincharon el pecho. 

– Solo puede significar una cosa – sentenció el astrónomo – El contacto es inminente. 

Brindamos, reímos, en fin, me pidieron todos el número de teléfono. Una noche estupenda… 

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9. Nadie dice te amo, ni siquiera en las telenovelas

Poco tiempo después, una mañana de ánimo taciturno, don Armas nos reunió alrededor de los fogones para compartir cierta información relevante:

– No solo es Simón. Hay tres enfermeros chungos y una médica con neumonía de dos trayectorias. La dirección está acojonada y el gerente ha conseguido que el ministerio nos ceda unos cuantos de cientos de tests de alta velocidad para sondear al personal. En resumen, a las once en punto todos en la consulta del matasanos de personal. 

Allá fuimos, hermanos, con recelo y manchas de salsa de tomate en la blusa y cicatrices de fuego en los brazos. Doce en plantilla: cinco nacionalidades, padres de familia y balas perdidas. Todos varones: don Armas escogía a sus esbirros con misoginia impoluta desde que unos años atrás – antes de mi incorporación, lástima – una cocinera que se había trajinado a dos pinches provocó una pelea a cuchillo entre  amantes desechados que acabó con diversos cortes de tercer grado. Delante de la puerta cerrada bromeábamos para espantar la incertidumbre. 

Matías el Huno se estiraba las puntas de su bigotillo de la estepa con dedos que delataban un ánimo nervioso. 

– Pobre Latte Cotta – suspiró – Lo que habría disfrutado hoy aquí…

En el grupo dominaban pensamientos acerca de la virtud de la ignorancia. La mayoría concordaba con la opinión de Rashid, que estaba convencido de haber enfermado ya en modo asintomático y no quería ver por escrito lo contrario. Quien más quien menos todos habíamos tenido un par de días de toses y flemas que atribuíamos a una rápida victoria sobre el germen. No nos hacía gracia que el ministerio nos viniera a joder la película. 

Primero entró don Armas, para dar ejemplo. Escuchamos un vagido tras la puerta y poco después nuestro capataz querido reapareció cariacontecido y expresando con la distancia entre sus manos la longitud del instrumento de diagnosticar que le habían introducido por la napia. Me pareció bastante largo. Quizá exageraba. 

Rashid entró después y cuando salió juraba por Alá y tosía: si esto es el test cómo será el virus, etcétera. Andrade, el maestro pastelero nos fue devuelto con los ojos llorosos. Después llegó mi turno. 

Había una camilla y una especie de astronauta con equipo de protección supersónico, mascarilla de siete candados y gafas de buceador. La reconocí enseguida. En el aplomo y en la mala hostia de la voz. 

Sostenía en la mano un instrumental cuyo nombre científico desconozco; se trataba, en pocas palabras, hermanos, de un bastoncillo blanco extra largo del tamaño de un lápiz al que nunca se le ha sacado punta. Se me vino encima sin decir palabra y me agarró la quijada y, con una fuerza que yo ya le había sospechado, me echó la cabeza hacia atrás. Trabajaba con la despreocupación de la rutina. Manejaba mi organismo con rudeza, conocía la resistencia de unas cervicales humanas y manipulaba pescuezos con el aplomo de un militar experimentado, uno de esos que se abotonan la chaqueta mientras zumba el fuego enemigo a su alrededor. 

Le pregunté por el orificio donde planeaba insertar el hisopo – ¿es ese el nombre? – y me apuntó a la nariz con uno de sus dedos índices. 

– Ni hablar. No cabe.

– Oh, no te preocupes por eso. ¿Por cuál de los dos agujeros sueles respirar con mayor frecuencia? 

No esperó respuesta – no podía obtenerla, mi cerebro pedaleaba perdido – y me insertó sin previo aviso el chivato en el organismo. Así debían de extraerle el cerebro a los faraones, pensé y cerré los ojos y la imaginé sin traje de protección, sin camiseta, sin calcetines, etcétera, para combatir el malestar punzante – no alcanzaba a doler – que laexploración provocaba en mi calavera. 

Me salieron lágrimas por los ojos. 

Me prohibí no mirarla y el tiempo se me volvió lento, como explicaba Alberto Einstein que ocurre cuando uno espera en la parada del autobús, porque la velocidad de la luz etcétera. El universo es un lugar complejo, la hostia de miles de años desde la Gran Explosion y aquí estamos, mi bella, porque la vida se abre paso, en una pequeña consulta de una pequeña ciudad con estación de tren, multicines y un proyecto de aeropuerto que nunca llegará a construirse, donde no habrá amantes separados ni ejecutivos con prisa ni familias rotas en ruta hacia  vacaciones que las recompongan. La puerta está cerrada y este mínimo espacio que nos acoge, quién sabe si no está destinado a nosotros desde que dos átomos de hidrógeno engendraron por primera vez el helio. Entonces, cuándo todo era oscuridad, quizá ya sabíamos que nos encontraríamos y aguardábamos, pacientes, sentados con las manos en el regazo en el vestíbulo de los dioses. Hurgaba y yo enloquecía: ¿qué posibilidades tenía? El autobús era sin duda foco de infecciones; en casa, donde ocupaba un tercio del día estaba, al menos en teoría, a resguardo del germen chino-yanqui-espacial; en la clínica, qué sabe uno, tal vez Simón ya nos había envenenado a todos sin pretenderlo, pobre hombre, y cómo le gustaba cantar mientras removía la sopa, o Andrade, que siempre me había parecido más bien enclenque, uno de esos niños que crecen raquíticos y con la columna desviada, con gafas de hipermétrope que cambian por lentes de contacto en la adolescencia y tendencia avariciosa a infectarse con todo lo posible: tétanos, varicela, incluso la tiña agarran por jugar con un gato de la calle, les muerden las garrapatas y en su luna de miel contraen enfermedades tropicales que se creían erradicadas… En la pared de enfrente cuelgan cartelones anatómicos de hospital de la infancia, velados por una sombra sepia muestran músculos, tendones, órganos, puaj, nos dan vuelta y nos exhiben al natural, la verdad de las cosas, carne y sangre somos y un pensamiento perdido que no se lo explica, una conciencia que quiere morderse a sí misma, deltoides, trapecio y ese músculo de clase de EGB, entre el cuello y la escápula, que los profesores con mala idea hacían declamar a los niños en el examen oral de Biología de séptimo. Época de pulmones cohibidos y bronquios vigilantes, a la espera de la neumonía que nos postre a la vera de un respirador de acero. Ni la juventud salva, nos dicen ahora nuestros expertos epidemiólogos en los medios de comunicación vendidos al capital. Y no sirve con abrigarse el cuello, según el ortodoxo consejo de madre. ¿Te duele? Pregunta. Y por primera vez le noto un acento dulce en la voz. Estaba ahí, escondido entre la ronquera y los ángulos de los pómulos: su voz de profesional. De pastora de desvalidos. De pescadora de almas. Más duele el ventilador mecánico, me recuerdo decir. Y ella no sonrió, por supuesto, no sonreía nunca, pero tampoco me empujó más adentro el palo de taladrar narices. Lo consideré un avance… Quería cogerla de la mano y confesarle que cuando era niño soñaba con ser vagabundo, que a los doce años metí una camiseta y unos pantalones en una vieja mochila escolar de los Juegos Olímpicos de Adelaida y caminé hasta las afueras y me agazapé junto a las vías del tren dispuesto a saltar dentro de un vagón de mercancías rumbo a cualquier lugar, al mar, si así me lo concedían los dioses, solo para descubrir defraudado que en este país de mierda no hay trenes americanos, tan largos y abiertos y acogedores, y qué puede hacer un muchacho con tantos sueños en una ciudad así, en un mundo así, dímelo tú, le pediría, apretándole la mano, esperando una respuesta con el corazón encendido. Dos palabras: te amo. Y ella dirá: Jesús bendito, nadie dice te amo, ni siquiera en las telenovelas. Y abrazado a sus rodillas le diré que he pecado. Ave María purísima. Levántante. Nunca. Suspiro. ¿De qué te acusas? Soy malo, y sufro y hago sufrir a los demás. Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa. Odio cuando llueve y nunca quise al perro que me atropellaron en el verano del 98, aunque lloré, era un perro enorme y tanta sangre y vísceras, respiraba moribundo y yo lloraba porque era incapaz de sentir nada, un animal hermoso y fiel, he olvidado su nombre, siempre a mi lado y en cierta ocasión mordiendo la mano de un quinqui que quiso abofetearme cuando le negué una moneda, Rambo, Tambor, Rocky, qué chucho valiente, ¿cómo mierda se llamaba?, siempre con la lengua fuera hubiera saltado al fuego por mí y tantas moscas revoloteaban a su alrededor, insectos profetas, y mis lágrimas no eran puras. Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa. Oh, y hay una chica. No la quiero. La quise, pero ya no la quiero. Y ella no lo sabe. Era virgen, o eso me dijo, cuando en la primera cita le di tanto vino que la enfermé, la llevé a mi apartamento, como un vampiro y la desnudé y en fin, estaba inconsciente y se lo eché todo en las tetas y después la limpié como pude. Es una buena chica y cuando llora, llora de verdad, porque su corazón es de verdad, de pulpa y pericardio. El mío es de cristal y culpa, de una culpa que no duele y me alimenta. Y me avergüenzo de ello. Por mi culpa, por mi culpa, etcétera. Sálvame. Sé mi florentina muerta y súbeme del infierno al empíreo. No sé tu nombre. Te llamarás Beatriz. Sácame esa broca de la nariz y deja que me postre para besarte los pies. Luz fluorescente, entrañas mías y este tiempo que no transcurre y por lo mismo nos desgasta a la velocidad de la bala que nos acecha. Un día se me irán los restos de calor que conservo en la mirada y entonces estaré listo para morir. Pero hay que agotarse primero, Beatrice, porque la vida pugna y se resiste al monstruo que la devora. Los días de sol, adoro los días de sol y caminar por ciudades desconocidas, en espacios donde se permite el asombro. Así el día que te vi por primera vez: qué sol, qué cielo, qué de cosas radiaban y cómo se completó la creación, que te aguardaba, tullida hasta que tú apareciste. Bebo demasiado café, miro el reloj a todas horas, me resguardo de mi prójimo. Bromeo, ofrezco cigarrillos, pago cervezas, pero no movería una ceja para socorrerlos. Ayer a la mañana, recién amanecía y el horizonte naranja etcétera, un mirlo se posó en el alféizar de la ventana de la sala que da a la calle y me regresó el viejo deseo de volar, criar alas y huesos ligeros y marchar al sur, a los trópicos, Ícaro quiero ser: subir, caer. Sálvame. Quémame y sopla las cenizas y hazme de nuevo. Hazme mejor. La llamaré, cuando se pueda otra vez beber café en las terrazas, la citaré para decirle que ya no podemos seguir juntos, que no eres tú, que soy yo, claro que no hay otra. Los mecanismos del amor son dolorosos. Sus engranajes, cuando ya no lubrican, rechinan y se erosionan y como en un reloj roto saltan muelles, bobinas, contrapesos, rotores, se desgasta el amor y somos incapaces de reconocerlo: ¡era tan hermoso este cadáver! Es el Apocalipsis, mi bella. ¿Has leido a los rusos? Los marcianos lo tenían todo bajo control, pero algo ha salido mal. Dos mil millones de muertos. El eje euroasiático prevalecerá. Xinpin tiene la vacuna. Consulté el reloj de pared, comprobé que el tiempo en efecto avanzaba a pesar de la solidez que parecía haber adquirido desde el franqueo de la puerta, instrumento necesario y curioso, temible a su manera: giramos el picaporte y nunca estamos seguros de si al otro nos aguarda una mesa puesta o una pistola que nos apunta al corazón. Qué concentrada parecía buscándome enfermedades. Y sin embargo no es el enemigo la enfermedad. Tampoco los demás (el infierno, ejem) Ni siquiera nosotros mismos, empeñados tantas veces en roernos el corazón. No es el enemigo la lluvia, ni el dolor o la melancolía o la apatía o la euforia o la culpa o la desgracia, que es inevitable. Es el tiempo, contra el tiempo es la lucha, desde la primera luz, por toda la vida. Contra el tiempo. Contra la podredumbre… Extrajo el instrumento médico medieval exótico de mi narina con mucha más suavidad de la que había empleado en su inserción, con toda seguridad para no estropear la muestra. La recuerdo años después engañando al crío con una sutileza semejante. Para la cena hubo pimientos rellenos de carne y arroz y el niño, que solía comer sin problema por lo demás, miró al plato y expresó su voluntad de jamar macarrones. Le inisitimos, así y así, mira niño, pero macarrones. Tenía dos años e hizo amago de tirar el plato. Era una criatura fuerte y sana. Yo quería pegarle un tortazo que le abriera otra vez las fontanelas para hacerlo entrar en razón. Ella, en cambio, se inclinó y le explicó que los granos de arroz eran macarrones minúsculos. Con la cuchara se los mostró y el crío quedó convencido, saciado de mentiras. Madre de catón antiguo, sabiduría vieja y aquel uniforme blanco por los pasillos, mujer poderosa. Depositó la muestra en el receptáculo habilitado para ello y el tiempo se puso otra vez en marcha, hay crueldad en esa cuarta dimensión (sostienen eminentes científicos) que se divierte desaguazándonos con su lengua de lija, y al contacto del hisopo con el recipiente para el laboratorio la vida echó a andar otra vez, torpe, inútil, en fin, y ella me miró sin expresión desde el otro lado de sus gafas de buzo y me ordenó que avisara al siguiente y me puso en la calle.

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8. Ley de fugas

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Días aciagos y acéfalos, hermanos. Una tarde subía yo desde la parada de Gundemaro con el visado en la mano porque eran más de las seis y no podía uno estar seguro por dónde y cuándo y con qué intención aparecerían los militares, en fin, una jodienda grande, otra más, una tarde azul y pegajosa con nubes a barlovento y los semáforos inútiles que cambiaban el color de sus luces para nadie  un teatro vacío, un espejismo indigesto que perseveraba y en su tozudez volvía cansino el fin de los tiempos. No es fácil caminar con una camisa de fuerza, ni que sea metafórica. Oh, avenida por las que me tropezaba con los peatones en la mañana cuando marchaba al instituto con cara de sueño y aquella chica que fumaba en la puerta de los futbolines y la cola que daba la vuelta en la esquina cuando estrenaron Parque Jurásico y los fuegos artificiales en agosto y el borracho que murmuraba en el asiento de al lado en el autobús nocturno: perdí el alfil de casillas blancas, perdí mi veneno de niño en tu calle. ¿Adónde van los días que no vuelven? ¿Ubi sunt, hermanos? 

Dejé atrás tascas cerradas, marquesinas de autobús deshabitadas, peluquerías corroídas, tintorerías tísicas, automóviles con multas de estacionamiento caducadas en el parabrisas. En algún lugar, más allá de los edificios, siguiendo el río aguas abajo estaban las montañas y al otro lado de las montañas estaba el mar, que parece eterno sin serlo, infinito y sin embargo, también el mar termina y solo el sol perdura, el sol que se hunde en el agua a la tarde y resucita en la mañana pero también el sol, un día… Es un mundo lleno de belleza, y todo lo que es bello es efímero y compensa su frustración con una crueldad que asombra. La muerte, en cierto modo, se me apareció siempre como una heroína libertadora. La esperaba un día lejano: vendría para poner fin a mis miserias (los purés de fruta, la cadera averiada, la vejiga hinchada, la próstata purulenta, el corazón adormecido, incapaz, los riñones raídos, las rodillas tristes, los tobillos melancólicos, los dedos seniles, la tos perpetua por las mañanas, mirando a través de la ventana un mundo irreconocible) y yo la recibiría como a una amante largo tiempo extrañada. Me adentraría en su misterio sin miedo y en su regazo regresaría la juventud perdida, el cielo despejado la víspera del viaje…

El positivo de Simón me había trastocado los planes. De repente morir ya no era una perspectiva lejana. Alienígena o chino o criado en la CIA un virus asesino acechaba gargantas incautas, reventaba pulmones y pudría torrentes sanguíneos. Un mercenario invisible suspendido en el aire a la espera de ser inhalado. La juventud no era el arma infalible que nos habían prometido. Por primera vez sentía en las vísceras el peso de la muerte imprevista y mis argumentos de romano resignado no surtían efecto contra la inquietud que crecía como un parásito alimentado por la incerteza. 

Y sin embargo, hay que seguir viviendo. 

Lo encontré en la escalinata del antiguo conservatorio de música, en una posición incómoda, con el cuello tan doblado que se auscultaba el corazón con la oreja izquierda, si es que conservaba todavía el resuello su ciclista de cuatro cámaras. No os voy a engañar, hermanos, en aquellos días los había que bajaban a los muertos a la calle, los apolijaban de cualquier manera en la parada del tranvía y allá se las entendieran las autoridades. Demasiados trámites burocráticos. Te enviaban a la policía y a los sanitarios en trajes de protección oficial, te mareaban a preguntas, te ponían en cuarentena, a pan y agua, se te llevaban el difunto a la morgue y te lo enterraban, si había suerte, de cualquier manera, te avisaban con unas horas de antelación, solo cuatro familiares directos, la funeraria te cobraba tarifa de entreguerras, en fin, lo sacudí, así, en el hombro, debía de tener mi edad, brazos tatuados, el pelo en bucles, camiseta negra, pantalón de lo mismo, un punki o algo peor, abrió los ojos, un vampiro, pálido, ojeroso como un descreído, me miró, parpadeó muy lento, tenía los ojos saltones, los dientes separados:

– Qué barbaridad – dijo. 

Le pregunté si no sabía lo del toque de queda, el calabozo, la ley de fugas, etcétera. Se encogió de hombros. Me dijo que se llamaba Ricardo. Sacó un cigarro y se lo puso en la boca y lo quiso prender por el lado del filtro. Me dijo que se llamaba Nicolás. Me preguntó a qué hora pasaba el ciento veinticuatro a Pintor Zuloaga. Le dije que solo había catorce líneas de autobuses. Me dijo que se llamaba Alberto. Le pregunté si tenía permiso para estar en la calle. Me dijo que sí, que se lo sacó a los doce años en el equipo de fútbol del barrio para poder federarse. Le pregunté si no le parecía extraño el decorado: los negocios cerrados, el silencio, la calle sin tráfico, etcétera. Asintió con la cabeza. Me dijo que se llamaba Raquel. 

– ¿Entonces no va a venir el autobús?

– Sí va a venir, sí. El que hace la ruta a la Dirección General de Seguridad. Te meten con otros quince en el calabozo y te hacen mear en en un agujero en el suelo.  ¿Tú de dónde sales, muchacho?

Me miró muy serio. Se rascó la cabeza. Se levantó una brisa muy ligera que subía del río aventando bolsas de plástico, cajetillas de tabaco vacías y cartas de amor vencidas. 

– ¿Cómo te llamas?

– Rodrigo. 

– ¿Estás seguro?

– Bastante. 

– Pues escúchame, Rodrigo. Vengo de muy lejos y me duelen todos los huesos del cuerpo, sobre todo los del cuello y la cabeza. Me duelen los músculos, las arterias y las pestañas. Me duele el páncreas, la vesícula biliar, la corva y la penúltima muela abajo a la derecha. Y todo eso que dices me la trae pero flojísima. Los jinetes tienen ya el pie en el estribo, ¿entiendes? Son los últimos días. Disfruta, Rodrigo, compañero, no tiene sentido estresarse por tan poco.

Un tipo extraño, hermanos, pero en aquellas circunstancias, quien más quien menos todo el mundo había perdido un poco la cabeza. Me pareció inofensivo. Carne de lechera y brigada social. Se calzó unos auriculares de talla extragrande que le tapaban las orejas y medio mentón, hizo la letra de la victoria con los dedos de la mano derecha y se alejó por la acera bailando y yo me preguntaba si no sería una aparición. Días de delirios. ¿Y si el gilipollas de Don Armas ha comprado setas con merca para el risotto? Me pellizqué los brazos, me mordí los labios. Seguía viéndolo. La brisa cogió vuelo. El cielo se oscureció. Se fue el sol. El viento aventaba hojas del otoño pasado, calderilla, promesas rotas y un olor dulzón desde el pabellón de deportes, dos manzanas más abajo, donde se decía que la municipalidad refugiaba a los muertos que ya no cabían en la morgue. 

Era como si alguien hubiera dispuesto aquella escena solo para mí. Conservo en la memoria como una fotografía la luz de aquella tarde y el extraño aire bucólico de la ciudad sin habitantes. Pensé; no es asunto mío si lo agarran, bastante tengo con lo mío. Pero entonces escuché el motor, nítido, lejano todavía. Solo había una respuesta. ¿Por qué lo hice, hermanos? No por nobleza de espíritu. No por altruismo. Porque me aburría, tal vez. Porque sabía por las confidencias de Gundemaro que en los cuarteles sucedían cosas desagradables. Las descripciones del cabo chófer eran concretas, frías: bolsas de plástico en la cabeza, manguerazos a presión, interrogatorios con bofetada. Porque las malas acciones del pasado nos persiguen, quién sabe. Alienación, redención, negligencia. No quise mirar atrás. Aceleré el paso, le di alcance, le pegué una colleja. Se giró. Le arranqué los auriculares. Suspiró. Yo era mucho más grande que él. Eso que se oye es una patrulla de ronda, en unos minutos aparecerán por allí abajo y cuando eso ocurra vas a estar jodido, muchacho, Lo arrastré por una de las callejuelas que bajan a la Alameda de Pío XXIV. Najamos ligeros y silenciosos, como amantes veroneses. Nos agazapamos detrás de unos contenedores. 

– ¿Por qué hacemos esto, Rodrigo? Me confundes. 

– No hagas ruido. 

– Huele mal. 

– Raquel, compórtate. 

– No tiene sentido rebelarse. Todo ha sido dispuesto. Lo he visto en el cielo. Están aquí. Los dioses. Han viajado durante cientos de años luz para juzgarnos. Esos pobres diablos que tanto te preocupan no podrán nada contra los padres primigenios cuando llegue la hora. 

Decidí dejar de escuchar. Arriba, en la intersección de la avenida con la calle que nos refugiaba, vimos aparecer de repente el camión. Avanzaba en primera, lento, encuadrado entre los edificios, el cielo y el pavimento: un monstruo, una pesadilla de metal, bielas y ruido que detuvo el tiempo, que no terminaba de cruzar el espacio desde el que un ojo celoso de su tarea podía localizarnos. Raquel empezó a tararear una canción. Le clavé el codo en las costillas. El aire pesaba tanto. Me di cuenta de que respiraba más rápido de lo que recomienda la Organización Mundial de la Salud. Mi compañero, en cambio, no parecía acusar la tensión del momento. 

– No nos verán. La mayoría de los patrulleros son chavalillos a los que les importa una mierda lo que ocurra en la calle con tal de que no sea demasiado obvio. Casi todos van fumados. No los juzgo. Los traen de provincias remotas, los mandos los putean, los ciudadanos los desprecian, la policía los odia, el ayuntamiento se desentiende de ellos y el Gobierno se limita a ponerles una bandera encima del ataúd cuando enferman en las morgues o les pegan un tiro en una esquina a las tantas de la mañana. No los envidio. 

– Todo eso está muy bien, pero ellos tienen armas y yo estoy enamorado y es un fastidio que lo maten a uno cuando tiene proyectos a medias.

– La muerte no existe, no seas ingenuo. 

– Lo que me faltaba por oír. 

– ¿Tú sabes cuántas dimensiones tiene el universo? 

– Tres o cuatro…

– Diecisiete, ni una más ni una menos. 

Es verdad que eran jóvenes. Desde nuestro escondrijo se veía todo fácil. Es siempre incómodo mirar sin que te vean: el sujeto observado se convierte inmediatamente en un enemigo al otro lado de una mira telescópica. El que conducía no debía de tener ni veinte años. Miraba hacia delante despreocupado. Después de todo, no tenía que preocuparse de los semáforos, las bicicletas ni los paso de peatones. El que iba al lado debía de ser de la misma quinta. Fumaba con un brazo por fuera de la ventanilla del camión y tampoco parecía interesado en los acontecimientos. En la noche cuando uno salía al balcón imaginaba a los soldados como terribles criaturas malévolas y vengadoras. Pero era como decía Raquel: a la luz de la tarde solo eran críos que recién comenzaban a afeitarse. 

– En fin – dijo – es hora de terminar con la farsa. 

Se puso en pie y llamó a gritos a la soldadesca. Cosas terribles les dijo. Parecía un mago borracho. Un torero epiléptico. Sonreía que daba miedo verlo. Yo me había quedado paralizado, a la manera de los espantapájaros. No sabía qué hacer. No daba crédito. ¿Darían la vuelta? Escuchamos el motor que se detenía. La sentencia, hermanos. Unos segundos después los dos chavales milicos aparecieron en el encuadre. Parecían desganados. Avanzaron según el protocolo, con el fusil en posición de pegar tiros y mirando de reojo a los balcones y a las ventanas.

– Muestrales los papeles y no te pasará nada – dijo Raquel. 

– Nos has vendido, perro…

– No digas eso. Haz como yo y confía en los dioses.

Los soldados decían cosas feísimas. Yo salí de mi escondrijo con una mano en alto y la otra sosteniendo el visado. Raquel abrió los brazos. En ese momento empezaron a caer las primeras gotas. Como por reflejo uno de los militares bajó el fusil y abrió la palma de la mano para comprobar que era cierto que después de tantos meses el cielo se decidía por fin a llover siquiera unas lágrimas. 

– Soy un trabajador esencial – dije – Mi compañero está un poco alterado, no se lo tengan en cuenta. 

– ¿Qué compañero?  

Miré a mi espalda y no vi a nadie. Los soldados comprobaron mi documentación. Registraron los alrededores. Raquel no se había metido en un contenedor ni se había ocultado debajo de un coche ni se había refuiado en los portales aledaños. Había desaparecido, hermanos, sin más. Como lavado por la lluvia. 

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7. Una ciencia delicada

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Yo tenía aquel día turno en los postres. Tenía resaca y había flan en el menú. Setenta y ocho flanes sobre setenta y ocho platos de porcelana blanca. En cada plato se requería una rosa de nata montada y sobre la nata montada una media luna de manzana y una uva partida al medio. Me temblaban las manos. Cada vez que intentaba colocar una uva sobre la nata la uva se me resbalaba y caía al suelo, o bien arrojaba de su sitio la manzana o hundía la nata bajo el peso de mis manos torpes. 

La repostería, hermanos, es una ciencia delicada. Se necesita pulso y paciencia. Trabajo de relojero. Y aquel día, las circunstancias tenían uñas y arañaban: la infección repentina de Simón, la revolución en las calles y el cielo, el silencio al atardecer, roto por las detonaciones esporádicas y una videollamada de madrugada: ¿duermes? ¿quieres hablar? En realidad, le dije, mañana me levanto temprano, y ella dijo me he cortado el pelo, mira, yo sola, en casa, claro y yo le dije: te queda muy bien pero la próxima vez por qué no utilizas un espejo y ahí la pantalla se fue a negro y pensé por qué eres tan anormal por qué no puedes ser amable a pesar de todo y apenas conseguí dormir dos horas y por eso me temblaban las manos y caían las uvas al suelo, se deshacían las flores de nata y se solidificaba el aire. 

Fui a ver a don Armas. Lo encontré doblado sobre el escritorio, con las manos en la cabeza. Mi interrupción no le satisfizo. Respiró hondo y se giró sobre las ruedas de su silla de oficinista. Me preguntó qué deseaba. Le dije que necesitaba ayuda con la guarnición de los flanes. Parpadeó. ¿De qué cojones me estás hablando, Rodrigo? Las putas uvas, le dije. Se puso en pie, se rascó la entrepierna y apoyó la frente en la pared. Las putas uvas, repitió en voz baja, mientras golpeaba el tabique con la cabeza. Cuatro o cinco testarazos bastaron para que recuperara la compostura que se exige en un jefe de cocina, oficio en el que los imprevistos y la bulla requieren de un ánimo templado. Son días complicados, se excusó. Me dio unas palmadas en la espalda. 

– ¿Tú estás bien, Rodrigo?

– Más o menos. 

– ¿Toses?

– Nunca. 

– Así me gusta. Dile al moro que te eche una mano. 

Con Rashid los flanes cogieron vuelo. Era hábil como un carterista. Tenía treinta y tres años y media docena de hijos. Se crían fácil, solía decir, el truco es no pegarles en la cabeza… Ya teníamos casi todos los platos listos cuando me dio un codazo y me señaló a Latte Cotta, que deambulaba por la cocina sin dirigirse a ningún lugar en concreto. Está más raro de lo habitual, dijo Rashid. Es cierto que parecía perdido, como si estuviera sufriendo un ictus. Miraba en todas direcciones sin fijar la atención en nada ni en nadie y murmuraba para sí mismo. Quizás rezaba. Con su traje biónico de bolsas de basura y sus gafas de la piscina parecía un turista idiota en los alrededores de Chernobil. Debe de estar medicándose sin receta, dijo Rashid.  No mires, dije, pero ya era tarde: Latte Cotta se acercó con los ojos hundidos que le acompañaban desde el inicio de los días terribles. Los guiñaba en sincronía, primero el derecho y luego el izquierdo. Respiraba deprisa. Tenía la tez lívida, el aspecto de alguien que duerme muy poco. 

Se detuvo dos metros antes de llegar hasta el espacio que Rashid y yo ocupábamos.

– Lleváis dos días utilizando la misma mascarilla, lo cual es una estupidez. Y no hay dos metros de distancia entre vosotros.

Eso dijo y se marchó sin esperar respuesta.  Los zumbados son clarividentes, solo así se explica que nos cogiera en falta con las mascarillas, algo que, por otro lado, era costumbre general en el país: la gente reutilizaba, había un pánico general al desabastecimiento. Rashid y yo nos encogimos de hombros y nos pusimos a moler pistachos para terminar de decorar los flanes. Apenas cinco minutos después Latte Cotta sostenía un cuchillo contra el cuello de don Armas y exigía hablar con el director del centro. 

Fue una mañana entretenida, hermanos. Latte Cotta demandaba trajes de protección integral, de los de verdad, rusos o americanos, eso daba igual, pero que fueran caros, y un test por semana para todos los trabajadores de la cocina. En su segunda y definitiva rebelión no dudaba. Como Alejandro de Macedonia cargaba contra el enemigo sin reparar en gastos. 

– Que me den una solución o te corto el cuello en juliana.

Don Armas suplicaba:

– Mátame. No aguanto más. Rájame y que termine todo. 

Fueron cinco minutos de amenazas y gritos. Nadie sabía muy bien qué hacer. Nos costaba tomarnos en serio aquel imprevisto entremés tragicómico. La enfermedad de Simón lo había terminado de desgraciar, no quedaba otra. Si el Latte Cotta previo a la irrupción del heraldo oscuro no las tenía todas contigo – de cuerdo, digo – el que surgió después de la Anunciación era un hombre desquiciado, temeroso y por tanto capaz de cualquier maravilla… La sorpresa nos paralizaba. Esperábamos acontecimientos pero por alguna razón los acontecimientos no llegaban. 

– Va, no seáis críos. A fin de cuentas todos vamos a morir un día.

– Eso es, tú dale ánimos. 

– Hay que trabajar. Que termine ya esta pantomima. 

– Si hay sangre yo no pienso limpiarla. Voy al sindicato si hace falta. 

Esto último lo dijo Matías, el Huno, que llevaba veinticinco años en el lavadero y aquel día tenía turno especial de limpieza. Lo llamábamos el Huno por un bigotillo que llevaba y porque era el más veterano en plantilla.

– Si hay un crimen no hay que limpiar nada, hombre. ¿No ves que la sangre es una prueba policial? Es más, si se lo carga cerrarán la cocina para buscar indicios incriminatorios y nos darán como mínimo un par de días libres.

– Siendo así no me opongo – dijo el Huno.  

Pero no hubo nada, hermanos. En los despachos de arriba nadie cogía el teléono. Teletrabajaban, todos aquellos perros oficinistas.Tenían asuntos importantes que atender: calentar potitos, pelársela, redavtar memorandos, tomar el sol, cuchichear por la videoconferencia. Lo que les ocurriera a unos cuantos cocineros saltimbanquis y casi asintomáticos se la traía pero flojísima a la dirección. Eso y que había que ahorrar, hermanos. Latte Cotta sudaba. ¿No responden? Nada. ¿Y en el sindicato? Tampoco. Los finales anticlimáticos le dejan a uno el corazón medio en sombra. Nos sentíamos traicionados. Y cuando quedó claro que a nadie le importábamos lo más pequeño y que Latte Cotta no nos iba a sacrificar al jefe según el rito halal volvimos a la faena quejosos. Tanto ruido para nada. Cagón. Me hubieran venido bien esos dos días libres. Etcétera. Latte Cotta dejó caer el cuchillo justo cuando Andrade se disponía a pegarle en la cabeza con el cazo que utilizábamos para calentar los diez litros de leche de los desayunos. Nuestro loco bullangueros sollozaba abrazado a Don Armas, que hacía esfuerzos por consolarlo. 

– No te preocupes, Javier, es un virus de poca monta, casi nadie se muere en realidad…

Dos días después se presentó un representante de los medios de producción. Traía una mascarilla de triple filtro, calvicie y voz grave. Se instaló en el despacho de Don Armas y nos llamó uno por uno. Testificamos, en fin. Uno tras otro, como gotas de un grifo que no cierra. Se nos recomendó pronunciar la verdad (que es una) sin inquietud en el corazón. ¿Dirías que tu compañero tiene problemas mentales? Así, a lo bárbaro. El tipo aquel, hermanos. Recuerdo sus manos que no tenían cortes ni ampollas ni quemaduras. Su bolígrafo Caran D’Ache. Su cuaderno de notas. Qué piojo.

A Latte Cotta ni siquiera se le permitió una última visita a la cocina en la que había trabajado durante doce años. Ni un adiós a los compinches.Don Armas se rascaba la cabeza. Dos bajas en apenas tres días. Nos echó un discurso: habría que hacer horas extras. El personal vivía en estado de angustia. Quejas. Mala hostia. Fue por entonces también que el Congreso amplió el toque de queda, que se fijó entre las seis de la tarde y las ocho de la mañana. Nos arrebataban los atardeceres y las salidas del sol. En resumen: empezábamos a notar el desgaste.

Días sulfurosos. Días plenilúnicos.

Don Armas no presentó cargos y Latte Cotta evitó el juicio por agresión y asalto a mano armada.

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6. Tempestades en las entrañas

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Haría falta un Alighieri, hermanos, para describir lo que era aquella cocina en los días previos al Armagedón. El bullicio y los hombres que iban y venían de las cacerolas a los hornos, quita de ahí la hostia, con aquellos gorros de papel y aquellos cuchillos de destripar atunes, los gritos y las broncas y el suelo en el que alguien había dejado caer un cucharón de salsa y uno resbalaba, hermanos, y cómo saltaba el aceite, qué de huevos había que freír y qué de calabazas desguazábamos para hacer potitos y aquellas ollas enormes en donde hervía la pasta y don Armas que se paseaba de una perola a otra removiendo lentejas, probando los potingues, el ronroneo de las batidoras, los vapores, los extractores de humo con tracción a las cuatro ruedas, la máquina de cortar los embutidos, oh, hermanos, que te dejaba sin huellas dactilares si andabas un poco dormido a la mañana, ziu y allá va media falange: para la sopa sirve, decía Rashid, mientras el infortunado corría hacia el botiquín y alguien, qué sé yo, Simón, por ejemplo, marcaba el número del médico que atendía los accidentes, un cuarentón curado de espanto que nunca se molestó en presentarse por su nombre y siempre aparecía por la cocina resoplando, la cara chupada como un escritor francés y aquella vocecilla de veterinario: ¿cómo ha sido esta vez: por el hierro o por el fuego? Ungüentos coagulantes, pomadas, tiritas, esparadrapo, alquimia y a seguir trabajando porque no hay tiempo, muchachos, se nos echa encima el almuerzo, más carbón, valientes míos, que pite la olla exprés y muera la muerte y tiemblen las natillas: ¡también sirven las manos con medios dedos! 

Quién nos iba a decir que habríamos de extrañar toda aquella jodienda en los días de brisa apocada cuando Latte Cotta caminaba arrastrando los pies envuelto en su traje espacial, aquella primavera tardía en que la amenaza terrible nos volvía suspicaces y se hundieron las ventas de histamínicos. ¡Oh, hermanos, el alma cuando se inquieta anuncia tempestades en las entrañas, calamidades, desahucios en el corazón! 

Rashid picaba perejil aquella mañana – el peor trabajo de todos, a mi entender – absorto en el cuchillo que su muñeca manejaba hábil y a mí me tocó el turno de sopa y el tiempo era una bechamel espesa y la cocina un animal receloso. Don Armas no salía de la oficina. Perdía pelo con los ojos fijos en el cuadrante. Murmuraba. Oraciones, tal vez. Y Andrade en la pastelería resoplaba y cortaba la tarta de la selva negra en porciones de veinte centímetros cuadrados y espolvoreaba azúcar sobre las frambuesas y resoplaba como una vaca y ninguno quería estar allí porque la rutina es una cosa obscena en un mundo que se derrumba, qué cojones, y hasta las estrellas parecían conjurarse contra nosotros. Nos sentíamos vulnerables, camaradas. Una cosa horrible. 

Al otro lado de la cocina zumbaban en el lavadero las máquinas de limpiar la cacharrería y los hornos llamaban como niños perdidos y yo tenía el ánimo sombrío cuando Simón vino a meter la cuchara en la sopa – verde, de brócoli – y me miró defraudado – levantó una ceja, incluso – y me dijo:

– ¿Desde cuándo en esta casa no se le echa sal al condumio, Rodrigo?

Era un poco tocapelotas, a veces, aquel cocinero de mar con la piel curtida y todos sabíamos que le gustaban las bromas, y por eso y porque tenía muy pocas ganas de discutir seguí a lo mío y me fui a buscar un colador y pasé junto a Rashid y Rashid se me quedó mirando y como trabajábamos casi siempre juntos – aunque apenas si nos habíamos visto dos veces fuera de la clínica, dos veces en tres años – nos entendíamos sin hablar y sus ojos socarrones y oscuros decían: ¿te están buscando la boca? 

– No sé que le ocurre – le dije- No es habitual en él. 

– Todos estamos un poco raros últimamente. Mi mujer, por ejemplo, quiere desinfectarme con lejía cada vez que vuelvo a casa. Yo le digo que eso no puede ser bueno para la salud. Duermo en el sofá, hablando claro. Está peor que aquel – dijo Rashid, señalando a Latte Cotta. 

– A lo mejor pegándole un sartenazo. 

– Imposible, está embarazada de seis meses, no quiero dejar al chiquillo tonto. 

– A Simón, hombre. Por aclararle un poco las ideas. 

– Hay que tener paciencia. Así son los tiempos. Y la violencia no soluciona cas nunca nada. En fin, circula, que tengo bulla… 

Seguí, pues a lo mío, confuso de la hostia, y dejé atrás a Rashid y a sus atados de perejil. Cuando volvía con el colador, sin prisa, hermanos, tal que así, me encontré a Simón volcando pastillas de avecrem en la sopa. 

– No sé qué te ocurre, Rodrigo. Si es esa novia tuya o que también a ti te afecta el fin de los tiempos. Pero servir la comida sosa… Date cuenta. Céntrate. 

Lo comprendí todo de golpe, hermanos. Un latigazo de clarividencia. Abrí mucho los ojos y algo debió de advertir también Simón porque dejó de pestañear y esbozó la media sonrisa del hombre al que llevan a fusilar contra la tapia del cementerio, ese gesto tímido que delata al que ya no forma parte del mismo espacio que los demás. Recuerdo que hablé leeeento, alargando las palabras, porque tenía miedo de pronunciarlas. 

– Le he puesto dos puñados de sal y pimienta para hacer toser a un ministerio. Y unas cuantas de esas que le estás echando tú.

 – Ay, la puta hostia… 

Simón se giró en todas direcciones sin levantar los pies del suelo. Miró a todos y todos lo miraron a él. Rashid era el que estaba más cerca. Le hizo así, camaradas, con la mano, como si aventara un fantasma, y le pidió que se acercara a probar el potaje. Rashid vino desganado. Tomó una cuchara. La hundió en aquel perol de cuarenta litros de capacidad. ¡Qué silencio, hermanos! Nadie trabajaba ya. Respirábamos en voz baja. Rashid paladeó. Tosió y al crujido de la tos Latte Cotta al otro lado de la cocina levantó la cabeza como un podenco. Rashid se aclaró la garganta. 

– Di algo, Rashid, hijo mío – imploró Simón. 

– Yo le echaría dos o tres litros de nata y ni así va a tener arreglo. 

– ¿Salada? – preguntó Simón, lívido. 

– Como agua de mar. 

– Hazme un favor, Rodrigo. Acércame la jarra del vinagre.

Simón se tornó en sumidero que atrae hacia sí el agua y como embrujados por la flauta mágica del gilipollas aquel que se llevaba las ratas de los pueblos formamos un círculo alrededor del pobre maestro de ensaladas, que enrojeció en toda la superficie de su rostro salvo en el espacio que le ocupaba la cicatriz. 

Latte Cotta en su rincón apretaba los labios. Se le habían empañado las gafas de buzo. Don Armas rompió el cerco y entró en el círculo y Simón aspiró hondo los vapores de la uva fermentada y nos miró con cara de asombro, sin perder la media sonrisa herida. 

– ¿Y bien? – preguntó Don Armas ejerciendo de portavoz.

Simón se encogió de hombros, ingenuo, digno y dulcísimo. Negó con la cabeza. Confirmó con la palabra. 

– Nada, Jorge. ¿Y ahora qué hago? 

Don Armas, compungido, hermanos, lo hubiérais visto, un hombre tan grande y enternecido, señaló la puerta y Simón se desanudó el delantal en silencio, se quitó el gorro de papel y lo depositó con mimo sobre una tabla de cortar y abandonó la cocina tambaleándose como un borracho y a nadie le importó que aquel día se sirviera una sopa que sabía como si un ojo hubiera llorado en ella hasta quedarse seco. 

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