11. Sin esperanza y desperezados

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Una de aquellas mañanas, sin esperanza y desperezados, nos asomamos a los balcones con café y magdalenas, como todas las mañanas en aquellos días sin lustre, para descubrir que llovía, hermanos, y la melancolía mezclada con el polvo de tantos días de sol y alergias nos hizo pestañear, incrédulos: a las puertas del verano, ¿era posible? Había entrado en la ciudad de noche, furtiva y sin notificación previa, y se instaló entre nosotros como si llevara toda la vida en la vecindad, aquella lluvia vivificante que mojaba las palomas y los pasos de peatones y uno veía a todos y cada u o en el edificio de enfrente arriesgar una mano a la intemperie y recobrarla húmeda y fresca y en aquellas palmas mojadas que los niños se restregaban por los labios había una herida purísima, como de clavos: la frustración de no poder bajar a la calle a recoger la lluvia a la que ya nadie esperaba. 

Aún así la novedad alentó los ánimos confinados, la lluvia limó nuestras corazones con sus cientos de miles de lenguas y aquellos que gozábamos la condena del trabajo forzado recibíamos el agua como un beso y hasta los militares te paraban con cierta amabilidad y retranca – el visado, caballero, a ver si lo encuentra antes de que escampe, decían, mucho menos siniestros que de costumbre y no diré que sonreían, porque eso sería faltar a la verdad, hermanos, no sonreían nunca y mejor así – y todo el mundo parecía conducirse con un humor más liviano. En aquel erial nuestro la lluvia era una luna de miel y Gundemaro aceleraba la tartana en la avenida y reventaba los charcos contra los escaparates de los comercios cerrados y era lindo llegar al trabajo con el pelo empapado y a todos nos pareció que Don Armas bromeaba cuando nos reunió alrededor de los pucheros para informarnos de que Simón no mejoraba. 

– La hostia. 

– Saldrá adelante. Es perro viejo. 

– Es asmático.

– ¿Y eso que tiene que ver? Nadie se ha muerto por confundir el rojo y el verde… 

Simón pasaba la cuarentena en casa, enclaustrado en una habitación lejos del alcance de su mujer y sus tres hijos, todos mayores de edad pero imposibilitados por el contexto socioeconómico para vivir por su cuenta y su riesgo. Simón, que se comunicaba cada tanto vía telemática con el jefe de cocina, pasaba durmiendo la mayor parte del tiempo, con flemas y una tos que le sacaba cuajarones de sangre de los alveolos, escuchando vinilos de King Crisom, con dolor de garganta y una fiebre que en los peores momentos subía de cuarenta megavatios.

Aquello nos trajo de vuelta a la amenaza. Recordamos que la muerte y la locura seguían ahí, buscando de agarrarnos el bajo del pantalón, acechando en las toses de las demás, en los apretones de manos que no habían sido debidamente desinfectadas.

La alegría dura poco en la casa del pobre, como se dice, hermanos. Y la lluvia que tanto nos sedujo a su venida – imprevista, como el deseo – se nos empezó a atragantar en las amígdalas después de dos semanas. Como una visita incómoda se negaba a regresarnos a nuestro albedrío. Y lo peor es que no había manera de comprar un paraguas. Los pocos en existencia en los supermercados volaron al tercer día, cuando la gente descubrió que después de todo no es divertido empaparse. Los encargados se encogían los hombros por los pasillos de la sección de artículos del hogar: los paraguas los tenían que traer de sabe Dios dónde y los buques mercantes habían quedado varados en el Canal de Suez y ya nadie fletaba aviones desde Shangai y a pesar de que insistían a la central, un día y otro, nadie sabía nada y todo el mundo pedía paciencia: los paraguas llegarían algún día, igual que habían llegado las mascarillas y las ciento cincuenta mil toneladas de papel higiénico. Hasta entonces, camaradas, había que mojarse. 

El Vostok Tomorrow informaba: un físico tarumba en Biskek había recogido los datos de más de diez mil estaciones meteorológicas en los dos hemisferios y en los veinticuatro meridianos y había llegado a la siguiente conclusión escalofriante e irreversible: llovía de manera simultánea en todos el planeta, lo mismo en Camberra que en Santander que en la casba de Argel y en Montevideo. Lo nunca visto. Y había más. Cruzando datos y teniendo en cuenta los diferentes husos horarios el tiparraco bisqueco aquel aseguraba que había empezado a llover en el mismo preciso instante en Sichuán y en Sochi y en Fresno y en Grenoble y en Johannesburgo y en toda la putísima superficie terráquea. ¡De locos! Por supuesto las autoridades y los medios corruptos negaban la mayor y mostraban supuestas fotografías satelitales que mostraban que aquello era un disparate y que las nubes, siguiendo las normas de la física estándar, no cubrían por completo el planeta pero el Vostok clamaba: el Diluvio Universal era un hecho. Hermanos en Cristo y las cosas secretas: ¿eran necesarias más señales de que lo nunca visto se aproximaba?  

Mi vecino Ramón empezaba a coquetear con la idea del suicidio. Un salto y se acabó, no te creas que no lo he pensado, me dijo una de aquellas noches pedregosas, rompiendo el silencio agradable que se construye entre fumadores que disfrutan su vicio. 

– A tu edad, ¿no te da vergüenza? 

Arrojó el cigarro a la calle, tres plantas hasta la acera, y antes de que la colilla tocara el suelo ya tenía uno nuevo en los labios. Es verdad que en las últimas semanas lo había advertido yo menos hablador que de costumbre. Lo atribuía a la falta de sol y de vitaminas. Apenas hacía preguntas y respondía a las mías con monosílabos. En una persona siempre interesada en asuntos excéntricos al ámbito de su incumbencia, ahora me daba cuenta, semejante cambio solo podía indicar que se separaba del mundo. 

Es sabido que en el sur geográfico la ausencia de luz hunde a los hombres en letargos escabrosos. 

Ramón respiraba con pesadez. Era lector de Marco Aurelio, me dijo, y en los últimos días releía una y otra vez las Meditaciones. Una de las ideas del buen emperador se le había instalado en el pensamiento y se negaba a abandonarlo: si los dioses existen, no hay que temer a la muerte, pues nada malo viene de los dioses; si no existen, la muerte provoca indiferencia, ¿pues quién quiere vivir en un mundo sin dioses? 

– Pero los dioses existen, yo los he visto – dijo. 

Le recuerdo una voz que crujía. Me contó que soñaba sueños horribles. La ciudad ardía y de las cenizas surgía una voz que daba órdenes. En aquel anciano hecho a una soledad propia de tantos años la soledad común había puesto en marcha mecanismos que le sombreaban el ánimo. 

– Los dioses son benévolos – dijo – Pero no admiten preguntas. 

Los dioses, según mi vecino, se comportaban como el presidente del Gobierno en rueda de prensa. 

Le hablé de las teorías que se manejaban entre mis contactos. China, el Cheto, Roswell, etcétera. Ramon negó con la cabeza. 

– Es cosa de los dioses. Ya lo intentaron una vez con el diluvio. Se han vuelto sofisticados… 

También durante aquellos días tan extraños de atmósfera de plomo hube de enfrentar uno de los diversos destinos que me acechaban, uno doloroso, una y otra vez postergado, que tocó al timbre una tarde y sonrió con una expresión de infinita tristeza. 

– Tenemos que hablar – dijo. 

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